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sábado, 6 de marzo de 2010

Crónica Roja

Por Pablo Cedeño

Grupo de Trabajo Decoro

La Habana, octubre 10 de 1997. www.cubanet.org -El crimen fue a las 7 y 53 de la noche. Pascual Balbuena se levantó impulsado por la ira. Habían sido muchos años de burla. Con un golpe sereno, limpio, rotundo, dejó sobre el piso, destripado, a su víctima. No le tembló la mano. No se agitó su voz. Fue más bien un acto ceremonioso. No hubo en su mirada ni un destello de arrepentimiento. Sintió como un alivio en el pecho y un relajamiento en los músculos. Luego, se sentó a esperar.
Al atardecer, se había dejado caer sobre un desvencijado butacón, y aguardando a que su esposa le brindara, a falta de café, un vaso de tisana irreconocible, se desacordonó las botas, humeantes de calor y de micosis. Tenía los pies inflamados y enrojecidos. Desde las seis de la mañana había salido para su trabajo. Ahora era que regresaba. Las tripas estragadas, el lomo adolorido.
Ella lo miró con una mezcla de admiración y lástima. Sabía la mujer de su capacidad para no quejarse. Un empedernido estoicismo había sido su vida. Le pasó la mano por la cabeza, en un gesto más maternal que enamorado. El cerró los ojos y le dijo: "¡Qué cansado estoy, vieja!"
Ella se fue a la cocina, una pieza estrecha de espacio, mínima de enseres, nula de condimentos. Con mañas de hada, fue aderezando un condumio sin nombre en el arte culinario.
Pascual se había dormido. Soñaba que una gaviota le devolvía a su casa, y él, jovial, saludaba a los vecinos. Luego, ella como el pájaro se convertía en un ómnibus de turismo y se perdía raudo entre las nubes. Soñaba que su esposa era joven aún, que los hijos no habían crecido ni sufrían. Soñaba que era el invierno, y que él soñaba.
La voz de su mujer lo sacó del idilio. No sabía Pascual cuánto tiempo había transcurrido desde que se durmiera. Sin bañarse aún, se vio frente a un plato sospechoso, humo inodoro y colores indescriptibles. Era uno de aquellos caldos que sólo las manos mágicas de su mujer sabían componer. Lo fue sorbiendo pausadamente, con la resignación de un condenado.
Cuando alzaba un trapito percudido que usaba a modo de servilleta fue como si un relámpago lo cegara, como si un fantasma monstruoso lo agrediera. Se puso en pie de un salto. En tres zancadas agotó la distancia que lo separaba del objeto de su rabia. Tomó el radio, su viejo, amoroso, fiel, vocinglero radio VEFF, y antes de que Eduardo Rosillo terminara la frase que por más de treinta años ha repetido aparatosamente, el equipo se había desplazado contra el piso, en un estrépito de tornillos, cables, transitores, ante los ojos atónitos de la mujer, que sólo tuvo tiempo de escuchar aquella voz honda, segura, inapelable:
"Vieja, en este país no hay alegría, ni sobremesa, ni un carajo".

Nota: El autor se refiere a un programa radial que se transmitía en Cuba a la hora de la cena con el nombre de “Alegrías de sobremesa”.

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