Las declaraciones del ministro de Relaciones Exteriores de Cuba, Bruno Rodríguez Parrilla, a la Asamblea General de Naciones Unidas, el martes pasado, en relación con la mejoría de las relaciones bilaterales con Estados Unidos, son en realidad un cadáver diplomático, a la vez que una reiteración de viejas exigencias, al parecer insolubles entre ambas naciones.
El punto muerto se produce ante el cúmulo de demandas de gran calado que exige La Habana y las exiguas “concesiones” que emprendería. Ni una palabra sobre pluralismo político, elecciones libres, libertad de expresión y prensa, reinstauración de la democracia, respeto a los derechos humanos y civiles.
Entre los puntos anotados se incluyen el levantamiento del Embargo, la exclusión de Cuba de la lista estadounidense de países con vínculos con el terrorismo internacional, la derogación de la Ley de Ajuste Cubano y a la política de pies secos/pies mojados, así como una millonaria compensación por los supuestos daños causados por las sanciones estadounidenses.
Se incluyen, además, la devolución del territorio que ocupa la Base Naval de Estados Unidos en Guantánamo; poner fin a las transmisiones de Radio y TV Martí, y privar de apoyo a activistas de la incipiente sociedad civil y la ya veterana disidencia isleña.
La liberación de los cinco agentes cubanos encarcelados en Estados Unidos por actividades de espionaje, con la velada proposición de un intercambio por el contratista Alan P. Gross, no faltó en la friolera de demandas, que concluye con el ofrecimiento de negociar acuerdos contra el contrabando de drogas y personas, el terrorismo, la migración, los desastres naturales, el medio ambiente y los servicios postales.
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