Tengo un alacrán en la barriga. Qué hambre. El hambre se me anuncia así, como mordidas, como ardores en el estómago. Siempre después del amor tengo mucha hambre. Apago la luz del cuarto, enciendo la de la cocina. ¿Qué cocino? Huevos. Es lo único que hay.
Cuando pasamos por el mercado estaba más desolado que un teatro después de la función. "Huevos", dijo el dependiente. "Dos pesos", dijo ella.
Abro el cartucho y lo recuerdo. La estantería, como si hubiera pasado un aire devastador. Las vitrinas vacías. Las dependientas arrellanadas con cara de ensoñación y lejanía. Visitar un mercado en estos días es como una excursión por el Sahara.
Abro el cartucho y tomo cuatro. Los casco y los vierto en un plato. Los revuelvo con un tenedor. Les pongo sal. La sartén sobre una cocina eléctrica que traje en una maleta desde el helado Moscú. Y suerte que la traje, es el único efecto electrodoméstico que poseemos. Contamos con la casa más deshabilitada del mundo. Cualquier inventario sería una especie de tarjeta en blanco.
Un refrigerador, con la falta que hace en un país tropical, cuesta 1,900 pesos. Y entre los dos no ganamos al mes ni la cuarta parte. Con títulos universitarios y todo. Los que otorga el sindicato cuestan menos, pero para obtenerlos no basta con que seas disciplinado, eficiente, buen trabajador, sino que hay que comerse un león en marcha atrás. Y después, en la asamblea -verdaderos juicios finales con diablos y todo- a más de sacarle todos los trapitos sucios a los demás y conseguirte unos cuantos enemigos, tienes que demostrar que te has comido el león, y si tienes suerte, y no lo ha pedido uno de los inmaculados, perínclitos, heroicos, santificados militantes del Partido Comunista de Cuba, adquieres un bono que te autoriza a tener un modesto refrigerador. Espero que antes del año 2000 podamos comprar uno.
Deposito la manteca en la sartén. Aguardo a que se caliente. Cuando cesa el chisporroteo, trasvaso la mezcla del plato a la sartén. Brota el aroma más conocido de la cocina cubana entre las décadas del 60 al 90.
-Se te quema la tortilla, siento su voz desde el cuarto.
Se levanta y viene hacia mí. Me abraza. Mete su cara entre mi cuello. Me pega la nariz fría. Me besa cerca de la oreja. "Ahora sí se jode la tortilla", pienso. El delantalito que me había puesto se me despega del cuerpo por la parte inferior. Hay como una fuerza secreta que lo separa. Su pelo huele a limón, el champú le deja esa esencia. La atraigo, la estrecho contra mí. Se percata de la sublevación del delantal. Busca con las caderas, se acomoda. Las lenguas batallan. Se afanan los dedos. El delantal cae al suelo.
Su axila es mi primer refugio, me quedo en el olor de su axila. De la axila al pecho hay cuatro besos de distancia. Tiene dos lunares en ese recorrido, los descubrí una tarde en que su vestido era de ancha bocamanga y los lunares me llamaban desde allí con desaforada ansiedad.
Me encorvo. Escapé de su axila. Sobrepasé los lunares. Estoy enfrascado con dos turgencias puntiagudas. Tienen el mismo olor del pelo, son limones derramando su zumo.
La marea sube en su vientre. Las olas vienen y van, el mar canta en su respiración. Tormenta es su vientre, bergantín es mi boca. Voy rumbo a la racha. Enfilo la proa hacia el sur, caigo en el remolino de su ombligo. Hondo es el remolino, tiene sabor a desasosiego. Me hundo.
En un bandazo el bergantín salta hasta el vórtice del huracán. Salada, saladita es la vida. Me estoy ahogando. Sus rodillas no resisten más, se desploma. Nos ahogamos los dos.
Nos abrazamos fuertemente como para morir unidos. Al abordaje. La abordo. Entro en ella. Es tibia. Su humedad me atenaza. La tierra barbulle en su interior. Es un volcán. Su magma me abrasa. Erupciona, erupciona, todo se ha borrado.
El mar canta su furia en las piernas que se entrelazan y se sueltan, se elevan y caen, se encogen y estiran como en estertores de muerte. La muerte ha de parecerse a la felicidad.
Entonces, la espuma del mar suelta cientos de conejos blancos que huyen por su vientre y la risa se explaya como una ventolera nueva, y el mar empieza a calmarse, se aquieta, enmudece y la peste a tortilla requemada invade todo el apartamento, y no hay fuerzas para incorporarse del piso de la cocina y una intención de olvido en todos los músculos.
Y ella estira la mano con desgana y acciona el interruptor de la cocinita eléctrica y la apaga. Todo se apaga. Nublazón. Olvido. Olvido. Nublazón. Nublazón. Olvido.
El techo de la cocina tiene cientos de huequitos oscuros. Panza arriba miro el techo. El bombillo incandescente tiñe de un amarillo deslucido todo el espacio. Un cierto desconsuelo doloroso en la región lumbar me ha despertado. La peste a tortilla requemada no se ha disipado totalmente.
Por la puerta del patio entra un aire refrescante. El mar ruge a pocos metros. La claridad exterior indica que la luna ha salido a toda vela.
Zaira no está a mi lado. Palpo el piso buscándola. La luz que llega de la sala me la propone por allí. Tengo los huesos molidos. Me muevo hacia la puerta, atisbo.
Ahí está, de espalda, en punta de pie. No se ha vestido. Le encanta andar desnuda. Se está desquitando todas las privaciones que padecimos. Coloca una reproducción de La dama del armiño. Una reproducción baratísima que adquirimos en un pueblo de provincia, donde ni siquiera la dependienta de la librería sabía que se trataba de un célebre cuadro de Leonardo Da Vinci.
No ha notado que la observo y se mueve con toda la soltura y la pureza con que pudo hacerlo la primera mujer en el paraíso.
Es rubia, el cabello corto, el cuello delgado, estirado como una balletista. El brazo derecho alzado buscando la altura del clavo de donde penderá la pintura. El izquierdo sostiene por debajo la reproducción. La cadera derecha elevada, la pierna como una columna recta y monolítica y otra vez la grupa. La grupa de ancas rosáceas. Los dos hoyuelos de la cintura. La canal de la espina dorsal que se despeña hasta perderse en un hilillo fino cuando choca en la curvatura de la grupa.
-Potranca—pienso- Potranca. Y recuerdo.
-Señora, ¿qué talla de hombre usa usted?
-De hombre, responde.
Se está bajando de una guagua. Las guaguas son los ómnibus, unos demonios ruidosos pintados de rojo, de los cuales penden racimos de personas que coquetean con la muerte por el simple hecho de llegar nunca a tiempo a las citas.
Sonrío y le tiendo la mano para ayudarla a descender.
-Qué caballeroso.
-Me estoy ganando la talla.
Se ríe, se aleja, la veo partir.
La grupa me marea con su anadeo bajo la falda de arabescos azules. El cinto ancho acentúa la estrechez de la cintura y la robustez de las caderas.
"Tiene el chasis vira'o", pienso, cuando en la distancia me percato de su ligera escoliosis.
Pero entonces estaba arropada y caminaba hacia donde yo no sabía. Ahora no hay vestido que se interponga a la imaginación.
Ha dejado el cuadro.
Camina hacia atrás, reculando como si viniera de espaldas hacia mí.
Tengo ganas de levantarme súbitamente y asaltarla a traición. Cabalgarla por toda la sala. Domarla a fuerza de empujones tiernos.
Y ella, como si respondiera a una secreta conversación, mueve negativamente la cabeza y regresa al cuadro y lo equilibra para que no quede inclinado.
Y ahí está de nuevo en punta de pie y con los hoyuelos de la cintura pronunciados hasta el misterio, y yo tirado sobre el piso frío.
Me incorporo, la asalto.
-¿Te gusta así?, me pregunta cuando la tengo abrazada por la retaguardia.
-Me gustaría más estar así mismo en una sala del Nerodowe de Cracovia, mirando el original.
-Pretensioso, te encantan los escándalos.
-Después de John y Yoko no creo que podamos escandalizar con tan poca cosa.
-Eso no es para matar a nadie, mi'jito. A mí me divierte.
-Conformista que tú eres.
Y la Dama del Armiño voltea el rostro y se queda mirando la lejanía, como espantada de la procacidad con que nos hemos comportado frente a ella.
La novela se presentará el día 11 de febrero de 2012 en el Centro de Arte Cubaocho en 1465 SW 8th Street, Miami.
¡¡Muy bueno!!
ResponderEliminarGracias por compartir.
(...he de conseguir el libro!!)
Abrazo.