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martes, 20 de julio de 2010

El día que reencontre a Villa

                                                Capitulo 3  
                                        (Escrito sin permiso)


Qué bueno es tener café. Instantáneo. Frío. Es cierto. Pero café. Yolanda me trajo un paquete. Tuvo que trasvasarlo a un envase plástico. Aquí no dejan entrar nada de metal ni de cristal, con imaginación y tiempo pueden convertirse en armas. Lo saboreo, lo degusto despacito. Raciones pequeñas. Debe durarme hasta la próxima visita. Tres meses. A Yenima no le gusta el café. La he invitado. Pero inmediatamente lo rechaza. A Antonio Villarreal sí le gusta. Lo hago por la mañana y le mando una porción. Después que vierto el líquido en un pomito plástico, por medio de un hilo, lo hago descender hasta la celda de abajo. El preso que la ocupa se encarga de hacérselo llegar. Villareal grita de contento cuando lo recibe. Yo oigo sus alabanzas a los colonos franceses que lo introdujeron en Cuba cuando aquel jaleo de la Revolución Haitiana. Villarreal también es de Morón. No lo había vuelto a ver desde la adolescencia, cuando el soñaba ser pelotero y yo escritor. Se mudó para Villa Clara y por allá fundó su familia. Más de treinta años sin reencontrarnos. Lo reconocí al segundo día de que llegáramos. Aquel gordito me era tan desconocido como Normando Hernández o Próspero Gainza, tan extraño como Nelson Aguiar o Juan Carlos Herrera. Mi único conocido era Edel García. Pero cuando Villarreal se quitó los espejuelos y vi sus ojos grandes y saltones, me acordé enseguida. “¡Coño! Tu eres Villa, el sobrino de la profesora de música, la que vivía frente a los bomberos, en la calle Narciso López, en Morón.” Y ahí mismo comenzaron los recuerdos, las leyendas, las exageraciones. Morón se transformó, de repente, en la capital del mundo. Aparecieron novias comunes, amigos comunes, paisajes comunes. El gallo de Morón cantó para nosotros ese día hasta quedarse ronco. Nadamos en la Laguna de la Leche. Paseamos por la calle Martí. Fuimos al cabaret Salón Rojo. Nos emborrachamos en los carnavales. Corrimos despavoridos cuando Juana, la loca, empezó a dispararnos botellas llenas de orina. Reconstruímos la fuente del parque Echevarría. Volvimos a la glorieta del Parque Agramonte. Soportamos las peroratas históricas del Dr. Benito Llanes. Vimos al enano Lorenzo tocando una conga en sus sartenes.
Después que le hago llegar el café a Villarreal, me dedico a leer. No hay mejor manera de dejar que el tiempo corra. A las 11 de la mañana me sacan al patio. Las ventanas de Normando, Juan Carlos, Villarreal y Próspero, dan al patio. Me paso esa hora conversando, a gritos, con ellos. Normando ocupa la celda 2 del piso alto; Villarreal, la 10, de los bajos, Próspero, la 14, del alto; Juan Carlos, la 36, de los bajos, y todas se asoman al Este. Mi ventana mira al Oeste. Lo único que veo cuando oteo por ella es un cerro pelón, una elevada torre de comunicaciones y la danza eterna de las ratas que pululan en el penal.
Tras el almuerzo Boniatico cae en una modorra evanescente. Los reclusos se han hartado con el sancocho que les sirven y duermen una siesta que se prolonga hasta media tarde. Los guardianes también se adormilan. Es el momento propicio para escribir sin ser visto, sin ser molestado. Sólo Yemina me observa de soslayo. En el pretil ha comido y defecado a sus anchas. Parece reposar. Pero no aparta sus ojillos redondos, brillantes de mí. Parece alelada. Cualquiera que la viera, diría que me adora, que está perdida de amor por mí. Yo sé que ante cualquier movimiento brusco mío saldrá como una exhalación. Me mantengo sentado en el suelo, frente a la litera. Escribo despaciosamente. Si tengo que cambiar de posición para aliviar las nalgas que se entumecen por la dureza de tan inusual asiento, lo hago parsimoniosamente, como en cámara lenta para no sobresaltarla. Me complace que permanezca ahí, callada, tranquila, como una musa de la soledad y la pobreza.
Cuando voy a esconder los manuscritos sí me muevo con rudeza para que se vaya. Ni a Yenima le permito que conozca mis escondrijos. La confianza es peligrosa. Aquí más. En las requisas sorpresivas no buscan papeles. Buscan armas, ganzúas, dinero, drogas. Pero si encuentran un papel que les parezca comprometedor, culpable, cargan con él también. No puedo admitirme el desliz. Mis manuscritos son mis únicas armas contra tanta injusticia y hostilidad cometida contra mí. Voy a convertirles estas páginas en un estruendo esplendoroso.

“¿Qué hago?” Me preguntó Yolanda cuando en la visita le expliqué dónde hallar el diario.

“Entrégalo a la prensa”

“¿Estás loco?”

“Haz lo que te digo

Se acerca el guardián. Nuestra conversación, en voz baja, se le hizo sospechosa. Abrazo a mi hijo Gabriel para disimular. El me acaricia el rostro sin barba. Nunca me había visto afeitado.

“Te ves distinto. Más flaco. Más blanco.” Me dice Gabriel.

El guardián carraspea. Se ajusta la gorra. Vuelve sobre sus pasos. Se sienta otra vez en el umbral de la puerta de entrada.

“Pueden tomar represalias.” Me dice Yolanda.

“No me importa. Ellos debían suponer que no me iba a quedar callado.”

Tairelsy me mira con hondura. Es la persona que más me conoce y me comprende. Entre mi hija y yo siempre ha existido una comunicación muy estrecha. Sabe que cuando decido algo lo he meditado antes con calma, con mesura. Toma una de las manos de Yolanda entre las suyas. Parece animarla con los ojos. En silencio le agradezco ese gesto a mi hija.
Yenima escapa entre los barrotes. Camuflo mis papeles. Los presos despiertan. El penal se anima. Escucho los golpes del bastón del ciego Norges Cervantes sonando rumbo a mi celda. Grito su nombre para que se oriente. Llega a mi celda. Le brindo del café que hice por la mañana. Me lo agradece con una sonrisa y frases de elogio. Acomodo la voz en su tono más alegre para devolverle sus lisonjas. No tengo otro modo. Si le sonrío simplemente, como acostumbro en esos trances, no se daría cuenta. Enciende un tabaco. Veo sus ojos muertos. Son un cristal artificial. No tienen el brillo que pone el alma en la mirada. Guardo silencio. El habla atropelladamente como si tuviera muchas cosas que contarme y no le diera tiempo.

“¡Norges! Se oye el grito del carcelero. Ya terminaron de limpiarle su celda.

“Mañana hablamos” Me dice. Oigo como se aleja sonando su bastón.

Treinta cuclillas.
Cuarenta abdominales.
Sesenta plancha.
Sudo.
Pudiera hacer ejercicios en el patio. Pero si gasto el tiempo en acrobacias no podría hablar con mis compañeros. Prefiero la celda para la ejercitación física. Luego un buen baño, si hay agua, si no, un baño a medias con el agua que acopio por la mañana en el cubo, plástico, por supuesto, que me trajo Yolanda. Me preparo la cena. Leche en polvo con chocolate instantáneo, que me trajo Yolanda; galletas de sal, que me trajo Yolanda; queso blanco, que me trajo Yolanda. Después a esperar la noche. La noche honda, silenciosa, larga. Hoy, al amanecer, escribí un poema que medio compuse ayer mirando la noche:

Mi celda
no es más amplia que un sarcófago
pero afuera la noche,
-ya inmensa sin Yolanda-
de hermosa, me desvela;
nadie puede enjaularla.
No han podido matarme
y me sepultan vivo:
un cadáver incómodo que canta.

La cárcel,
sucedáneo del cadalso,
le sirve a los verdugos
para la treta atroz
de simular
que son harto benevolentes.

Mi corazón,
majada fruta,
-¡lo he prodigado tanto!-
no muere
ni se asusta,
palpita suavemente
-decoro proverbial de tanta sístole-
exhala su perfume entre las rejas
y avisa
a cada enamorado,
cada ciudad ruinosa
cada enfermo de miedo,
que talado
resucito y les doy
quizás
otra leyenda.

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