Los extramuros de Cuba, ajenos al coto privado de la monarquía tropical, están habitados por seres que sanan sus desgarrones con esa tisana acre --mixtura de nostalgias y pretensión de olvido-- que es la oquedad puesta en el pensamiento por el desarraigo, más la tozuda ubicuidad onírica que hace soñar con el sitio que se deja atrás. Pero, si esos seres son poetas, el jirón es más doloroso y la poción más agria.
Para demostrarlo con argumentos, sino irrefutables, por lo menos esclarecedores de esa realidad enajenante de extra e intramuros, bastaría leer el libro Insulas del cosmos, del poeta Alejandro Fonseca (Holguín, Cuba, 1954). Un libro raigal, auténtico y doloroso, del que analizaré sólo un poema de entre los muchos --bien concebidos y elaborados por el autor y de los que emana esa poderosa conjunción entre la imagen atrapada al sesgo y la ineludible orfebrería que lo torna un todo en nutricia armonía-- que pacen tranquilamente porque se saben materia de exégesis posteriores.
Un libro raigal porque exhala --desde la transgresión, como le corresponde a un poeta de estirpe real, realeza que muchos desconocen pero anhelan-- una cubanía atrapada por esa visión teleológica de la historia que durante más de un siglo los teóricos de la realidad nacional han inoculado en el pensamiento colectivo, y en la que el papel de "los iluminados" de la cantidad hechizada ha sido elaborado de modo que los "próceres" del pasado sean la guía del presente, y la actualidad devenga deuda con aquellos "misioneros" que les hacen el flaco favor de marcarles con guijarros de gloria la senda a seguir para edificar el futuro y ser dignos herederos de la misión que depositaron en sus, también ínclitas, manos.
Sería menester sólo repetir como un mantra los cinco versos finales del poema El último refugio --que debía ser el primero en el libro y no el segundo, pura razón de estrategia estructural-- para percatarnos de que, aún cuando se adopta una posición herética frente al orden impuesto, se sigue siendo siervo de una precondición inoculada. Lo versos lo evidencian con la exótica síntesis que sólo a los poetas les es dada:
De nada me sirve que provega de patriotas/ amortajados sobre una pradera sucesiva./ De segurollegarán los visitantes de la bruma/ y con el ademán perentorio del que sospecha/ cerrarán mi último refugio.
Es la creencia, en primer lugar, de que como se posee una heráldica que los identifica como sucesores de los "misioneros" ya están blindados contra el padecer de los avatares de un presente que les inocula ese devenir providencialista pero los maneja como esclavos de una ideología que es pura demagogia y falso partisanismo fundamentalista sobre la que se sostiene desvergonzada e inmisericordemente una élite de poder.
En segundo término, y como un basalto que dobla las piernas a un melácolico Sísifo, queda --precisa, sin difuminaciones, la sombra de la persecución padecida mientras suponían cometer herejías sin ser castigados por los dioses del Olimpo mínimo que es una isla dibujada como paraíso hacia el exterior y minuciosamente diseñada como calvario hacia el interior-- la cicatriz trazada por el miedo perenne al golpe brutal que les cerrará el último refugio y los lanzará a la cárcel o a el exilio, porque los visitantes de las brumas no descansan en su terca labor de anotar todas las voces para ahorcar con las palabras que, aunque ingenuamente, hayan sido dichas, son la prueba del pecado. Esa cicatriz como úlcera supurante perdura hasta muchos años después de haber abandonado una terraza sin vista al mar desde donde todas las mañanas del mundo se percibía un aroma de flores aplastadas.
Insulas del cosmos es un libro auténtico porque es vivencial. Sin otra impostura como no sea la propia del reinventor de realidades sublimadas por una creatividad que acumula memorias, emociones, tristeza, padeceres, para ,cuando son evocadas metaforizarlas sin afeites espurios. No hay en todo el libro --mucho menos en el poema en cuestión-- un gesto de opereta o una postura petulante o una presunción fanfarrona de intelectual atildado. Fluye con la misma limpieza, soltura y sencillez que el poeta que lo incopora al concierto de la música universal de la gran lírica. Y es, por último, Insulas del cosmos un libro doloroso porque es síntesis y reflejo reivindicativo --a la vez que seductor desde su facturación-- de los sufrimientos, precariedades, cerrazones, persecuciones y luego destierro del propio poeta y de aquellos, que, sin voz para hablar desde la belleza exorcisante, los padecieron junto a él. Y esa congoja trasplantada a una realidad ajena, con todas las orfandades que supone el desconociento de una cultura de gorja y rapidez en la que hay como que nacer de nuevo después de una vida en medio del estatismo, aprender otro idioma que traba el pensamiento primigenio, y adaptarse a normas que no tienen sedimento en la conciencia formada en otra latitud diametralmente opuesta, se ve palpitar en el libro que muestra los extramuros de una isla pintada para el exterior como un paraíso --que en muchos casos, sobre todo en Europa, hasta donde han llegado los barrios marginales excretados del edén, hacen más dolorosa la estancia filantrópicamente prestada para que los desheredados por los dueños del coto, infierno diseñado minuciosamente hacia el interior, puedan guarecerse de la tormenta que todos pronostican cesará muy pronto.
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