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sábado, 5 de diciembre de 2009

SABADOS DEL AYER


Esta sección debo agradecerla a mi amigo, el poeta Manuel Sosa, que tuvo la gentileza  de, mientras yo estaba en una cárcel de Cuba, él iba leyendo mis textos y los guardaba. A mi llegada a Estados Unidos, el poeta, desde Atlanta, me hizo llegar un CD-R con el archivo completo.                                            



LA HORA TERRIBLE


Por Manuel Vázquez Portal, Grupo de trabajo Decoro.


LA HABANA, marzo, 14, 2003 (www.cubanet.org) - Siempre he pensado que el miedo surge frente a lo desconocido. Cuando uno debe enfrentarse a lo inesperado lo asalta esa alarma interna que avisa del peligro y es cuando, precisamente, podemos definir si somos timoratos o valerosos. Si avanzamos, a pesar de la certidumbre de los riesgos: valientes; si retrocedemos o nos paralizamos: cobardes. Pero tener miedo de lo superconocido, eso es ya una enfermedad incurable. Y yo debo confesar que padezco esa enfermedad. Me aterra encender el televisor.

¿Qué puede ser menos peligroso que oprimir un mínimo, inofensivo, simple botón? Ver cómo se abre una pantalla, escuchar una voz que canta, anuncia, comenta, declara. ¿Qué puede resultar menos agresivo que sentarse cómodamente frente a un equipo que obedece pasivamente en un rincón de la casa? ¿Qué puede ser más dócil que ese aparato frente al cual los niños se embobecen y los ancianos se adormilan y cabecean olvidados del mundo? Pues a ese tareco doméstico y mañoso como un perro leal yo le tengo un miedo cerval, un miedo de ratón acorralado por un gato.
Para mí encender el televisor es uno de los actos más peligrosos que he tenido que afrontar en mi vida. Puede provocarme lo mismo un infarto que una crisis de depresión profunda; una paraplejia que un ataque de hilaridad; una embolia que una parálisis facial; un dolor de testículos que una perreta pueril. Son insospechadas mis reacciones frente a esa hora terrible en que se me ocurre que puedo sentarme a disfrutar de los adelantos televisivos.
Mi enfermedad no es congénita. De niño me maravillaban los cartones de Walt Disney; de adolescente me encantaban los musicales; de adulto me fascinaban los noticieros. Pero de repente descubrí una fobia acérrima por la pantalla chica, por la cajita de la bobería, como le dicen. Primero era como un susto, un sobresalto que me invadía a la hora de encenderlo. Después fue la certidumbre de que me atacaba. Más tarde supe que quería dejarme sin cerebro, sin cabeza. Y aún cuando la tentación se me volvía incontrolable, el miedo me congelaba. ¿Y si no había muñequitos? ¿Y si Plácido Domingo no estaba interpretando Rigoletto? ¿Y si la CNN no estaba reportando un gran suceso? ¿Y si el león de la Metro Goldwin Meyer se había quedado mudo? ¡Qué va! No podía con la duda, con la incertidumbre. Y la duda, la incertidumbre conducen al miedo. Pero el miedo no era a lo desconocido. Era, como les dije, a lo hiperconocido. Cuando no hay comic, ni canciones, ni reportajes, ni películas, usted puede estar seguro que ÉL sí está. Y eso es lo que me puede producir lo mismo un infarto que una perreta. Y ahí es donde me inmovilizo, porque sé que ÉL está en la pantalla a cualquier hora, cualquier día, todo el tiempo.
Con el tiempo aprendí a sortearlo, a escabullírmele entre programa y programa. Pero llegó un momento en que ya era imposible evadirlo. Era una presencia permanente, por cualquier motivo. Mas, la gota que colmó el jarro sobrevino cuando el chavismo se instaló en Venezuela (¡Pobre Venezuela! No sabe lo que le espera). El asedio se tornó doble, la incertidumbre doble, el miedo doble. Imagínense. Ahora cuando no está en la pantalla El Tío, está El Sobrino. Y así, ¿quién no se aterra en esa hora terrible de encender el televisor?

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