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jueves, 10 de diciembre de 2009

DEJAME QUE TE CUENTE


Una pesadilla tan gris como la muerte




Un cuento inédito de:


Amir Valle

                   
                                   


   No todo el mundo calza su dignidad intacta.
                              Felicia Hernández Lorenzo


Soñó que se arrancaba los hilillos de la máscara y la tiraba sobre la yerba. Respiró mucho mejor. El aire batía en su rostro blanquecino y el sol lo cegó de momento. Cerró los ojos ante el golpe de luz, que le pareció el aguijonazo de un cuchillo finísimo en la cabeza, para luego irlos entreabriendo despacio, muy lentamente, hasta que dejó de sentir molestia y logró precisar el paisaje: una extensa llanura verde sembrada de girasoles que apuntaban hacia el cielo, azulísimo, manchado de nubes algodonosas. Olía a lluvia. Y sintió el rumoreo acompasado de las gotas estrellándose contra las yerbas y los girasoles y los arbustos de diminutas hojillas con olor a menta. Vio avanzar la cortina de agua naciendo del horizonte, lanzándose hacia la tierra desde una gruesa muralla de nubes negras que una brisa fuerte y húmeda empujaba hacia él, y se dejó abrazar por el aguacero con la frente levantada hacia la inmensidad todavía azul en aquellos sitios que los nubarrones no habían conquistado.
Tras la lluvia, el aroma a tierra mojada; un efluvio grato que se había perdido en los recovecos de su memoria, y le hacía olvidar que alguna vez, allá en su infancia, le gustaba arrebujarse en las sábanas, en las noches de tormenta, para buscar en el viento que se colaba en la casa por las rendijas de los techos, esa emanación dulzona mezcla de polvo humedecido, tierra anegada en agua y monte limpio. Descubrió tiempo después que el musgo olía igual, y siempre, como si sus raicillas casi invisibles se empeñaran en guardar aquella fragancia para liberarla en las próximas lluvias.
Se sintió feliz. Libre. Extraña y amargamente libre. Entre la niebla del sueño pudo precisar que casi se le cuartea el pecho, igual que se raja la tierra con la sequía, bajo los golpetazos de su corazón. Le dio miedo. Un miedo terrible y supo que miraba, desesperado, con un terror desconocido, hacia todos los rincones dónde alcanzara su vista. Necesitaba saber. Quería saber si estaban allí. Y jura que escuchó pasos que se acercaban: una marcha rítmica que se le antojó fúnebre, como si fuera su propia ceremonia de muerte.

Abrió los ojos. La máscara estaba en el lugar de siempre: colgada junto a la puerta de salida de su cuarto. Respiró profundo y sonrió ante la certeza de que todo había sido una pesadilla. Se lo dijo en voz alta para terminar de convencerse: “fue una pesadilla, carajo”, y se desperezó sobre la cama. Afuera llovía.
-- Por eso soñé ese disparate – volvió a decirse.
En los últimos tiempos aquello le pasaba: algo de la vida afuera, en la ciudad, de la naturaleza casi siempre, accionaba un resorte oculto en su cerebro y le clavaba esas horrorosas pesadillas. Despertaba molesto, con un asqueroso sabor metálico en la boca y la cabeza anegada como de una tormenta de humo o arena o no sabe, que le impedía pensar. El miedo lo venció. Estuvo a punto de ir a un siquiatra, pero lo detuvo un detalle en apariencias simple: tendría que confesar aquellas pesadillas y dudaba de la tan cacareada privacidad de las consultas. ¿Quién le aseguraba que su falta no sería comentada por el siquiatra? ¿Podría convencer a alguien de que sus pesadillas eran solamente eso, pesadillas? “De eso nada, Gaspar”, se dijo entonces, “los tiempos que corren no están para ingenuidades”. Y decidió callarse.
Le preocupaba, sin embargo, que las primeras pesadillas hubieran sido grises, con la misma materia neblinosa de la bruma, de modo que ni exprimiéndose el último grano del cerebro lograba atrapar una imagen. Había soñado, estaba seguro, pero no podía acordarse absolutamente de nada. Y eso lo tranquilizaba. Una vez que se hundía en la rutina de la cotidianidad: las cosas de la casa, el trabajo, el transporte hacia los lugares de la ciudad donde desarrollaba su vida, todo quedaba olvidado y no volvía a molestarle hasta la aparición de una nueva pesadilla.
Pero esa última había sido distinta. Recordaba hasta los más insignificantes detalles, como aquel de la abeja posada sobre una margarita, libando de la corola amarilla, o el de las hormigas que arrastraban pedazos de un saltamontes a la lomilla que anunciaba, a un costado de su pie derecho, la entrada al hormiguero. También el olor. Todavía cree sentir el aroma de la tierra mojada. E incluso percibe los estremecimientos del terror que le aflojó las piernas y el bajo vientre.
-- ¡Al trabajo, Gaspar! – se dice, quizás para detener el nuevo estallido de los temblores.
Retira la máscara de diario del portamáscaras de madera preciosa africana que compró hace unos meses en una feria de artesanías, le pasa el paño de seda que utiliza para limpiarla todas las mañanas y se la ajusta sobre la cara, amarrándose los hilillos detrás de la nuca. Acaricia, pensativo, la máscara familiar, que cuelga junto a la de las actividades sociales y sólo entonces descubre que hoy no ha sentido la algarabía de siempre al otro lado de la puerta: “ya Serena debe haber llevado a los niños hasta la parada del bus escolar”, piensa, y se lamenta por no haberse despedido de ellos.

Serena ya había servido el desayuno, igual que cada mañana, cuando él fue a sentarse a la mesa del comedor. Se veía hermosa. No sabe porqué nota en sus gestos una sensualidad renovada, cercana a esa aureola que lo atrajo hacia ella casi veinte años atrás, cuando la conoció en un desfile de máscaras considerado histórico desde entonces por los millones de personas que congregó en las calles y por el vuelco que dio a la historia de la nación. “El amor de mi vida llegó junto con la Luz y la Verdad”, se jactaba, en tono que gravitaba entre lo patriótico y lo cursi, sintiendo un orgullo casi asfixiante, sobre todo cuando lo decía delante de su suegro, precisamente uno de esos que habían prometido Luz y Verdad para todos. Su hija, su amantísima hija Serena, había brotado de las pocas semillas que le dejara un torturador de la tiranía que impuso la Sombra y la Mentira: le habían arrancado uno de sus dos testículos, de modo que a ella no le quedó otro remedio que empollar en el sobreviviente y echar a correr desde allí hasta el vientre de su madre en alguna de las muchas cópulas furtivas de las noches aisladas en que aparecía el padre, quizás tomando un breve descanso en los brazos de su esposa para continuar en unas horas construyendo los nuevos tiempos. Y quizás por ese esfuerzo que hizo el espíritu aún nonato de Serena para ver el mundo resultó una mujer hermosísima, de sensualidad inusual, sexualidad aplastante e inteligencia fuera de lo común para la época.

Cuando ella viene a darle el beso de todas las mañanas, con la taza de café humeando entre sus manos, y se inclina para rozar los labios de madera de su máscara contra la mejilla en la máscara de su esposo, en ese sonido ¡ras! tenue, casi apagado, pero conocidísimo de tan usual, descubre en la caverna de sus ojos una luz de desparpajo que le encabrita la sangre y le hace sentir un escalofrío agradable en las entrepiernas. Otras veces lo ha sentido. Por aquellos días le echaba de menos, especialmente desde que Lucila, su hija mayor, cayó enferma de una de las tantas epidemias de alergia que abundaban desde el lejanísimo día en que se impusieran las máscaras. Y se estremece. Se le ablanda el mundo de sólo pensar que quizás deba inventar algo que justifique su llegada tarde hoy al trabajo, aprovechando que sus hijos no están y que la casa ha quedado sola para ellos.
La atrae hacia él y la sienta en sus piernas, y con sus manos empieza a acariciar los muslos de esa mujer que sigue viendo con el mismo apetito de hace veinte años, cuando se fascinó ante su pelo negrísimo, que escapaba en mechones rebeldes, lujuriosos, de la máscara que el Estado había distribuido para usar específicamente en la Gran Marcha. Siente que se estremece. Puede escuchar el erizamiento de sus vellos, percibir la erección de sus pezones color fresa madura, y va a deslizar su mano hacia ese sitio donde puede oler un seductor aroma de marisco y llovizna sobre el mar, cuando ella lo detiene. “Ya sabes que acá está prohibido”, dice, y la ve ponerse de pie y alejarse moviendo sus nalgas duras, compactas como dos oteros. “Respira profundo, Gaspar, respira profundo”, se dice, y va hasta su cuarto. Cuelga la máscara del diario y se ajusta a la cara una que saca de la gaveta, antes de cerrar la puerta a sus espaldas para ir a la habitación de su esposa.
Cuando llega, Serena lo espera desnuda, tapada hasta el cuello, sonriente, rodeada de ese halo de sensualidad e inocencia que le hace perder todas sus fuerzas de hombre y convertirse en el niño que sueña con seguir naciendo de ese vientre que adivina bajo la transparencia de las sábanas. Se ha puesto la máscara que siempre ha usado para estas ocasiones, desde aquella noche luego de la boda. Una máscara de polietileno transparente, similar a la que él lleva ahora, regalo de su suegro el día del casamiento, que se le pega a la cara con una perfección increíble, como si un orfebre la hubiera fabricado justo para ella. Gaspar disfruta otra vez sus rasgos de diosa: los pómulos redondos, su nariz aguileña, sus cejas y párpados tan negros como su pelo, sus labios reales, carne viva, palpitante, como un animal que espera.
Se cuela bajo la sábana, el calor de esa piel anegando de brumas seductoras sus sentidos, aturdiéndolo, liberando la celda del animal que gravita en su sangre. Adora a esta mujer. La amó desde siempre, aún allá cuando en su niñez soñó con alguien para tener hijos y un hogar; un ser especial venido de otro planeta o colocado por Dios en una de las veredas de su vida. Le muerde los labios. ¿Cuántas veces ha mordido esos labios, como si pretendiera recobrar todo ese otro tiempo en que se esconden detrás de la máscara de diario? No lo sabe. Puede explicarse, se dice entonces, el susto de Adán y Eva en la mordida a la manzana: un susto pecador pero hermoso, poseedor de una libertad tormentosa, afrodisíaca, y se deja llevar por esos besos, ya sabe adónde.



                                             ***

Las olas del mar se estrellaban suavemente contra su pecho, la arena bajo sus pies, los dedos disfrutando la caricia múltiple de los granos como cangrejillos minúsculos, casi imperceptibles, las corrientes del agua escurriéndose entre sus muslos. Y las gaviotas, el graznido desordenado de las gaviotas. Y una pareja de novios desnudos sobre la arena, haciendo el amor con una placidez escalofriante, como si fueran dueños de toda la paz del Universo y estuvieran solos bajo el cielo, únicamente ellos dos y el mar y la brisa y las gaviotas y las montañas bañando sus faldas verdes en las aguas inquietas de la costa. Miró a todos lados buscando las miradas. Aguzó el oído intentando escuchar los pasos marciales, fúnebres que anunciarían el fin de aquella falta descomunal. Pero los novios se amaban. Libres. Desnudos. Y los jadeos de la muchacha, que abrazaba la espalda del novio con sus piernas mientras él la penetraba y la besaba, le llegaron mezclados con el murmureo crepitante de las olas sobre la orilla, el graznido de esas aves negras y blancas que planeaban arriba, a poca altura, y los silbidos ululantes del viento al enredarse en los árboles de las montañas cercanas.
Sintió la paz. Hundió su cuerpo en las aguas hasta el cuello y se dejó inundar por esa aureola blanquísima, angelical, de paz que emanaba desde los novios.
No llevaban máscara. Desde lejos, cuando los descubrió mientras nadaba, disfrutando de una libertad ignota, lejos de la orilla, se dijo que la falta estaba en hacer el amor allí, a la vista de cualquiera, olvidando las rígidas estipulaciones de la sociedad, pero que seguro llevaban puesta la máscara establecida para facilitar actos como aquellos.

Mas estaban desnudos. Totalmente desnudos. Y se estremeció de terror cuando descubrió junto a las ropas las máscaras de diario de los novios, tiradas sobre la arena con absoluto descuido, y no en la posición en que indicaban las convenciones.
Sintió miedo. Un frío en el estómago que le fue subiendo hasta el pecho y se le encajó en el corazón y casi lo asfixia. “Están locos”, se dijo. Y solo entonces comenzó a sentir los ojos, los pasos marciales que brotaban desde todos los sitios.
Despertó sudoroso, llorando, y levantó los ojos al techo para saber que ya estaba libre de la pesadilla. Creyó seguir preso. Se tiró de la cama de un salto y se lanzó hacia la puerta, para abrirla de golpe sin ponerse la máscara. La tranquilidad de la casa hundida en la madrugada lo devolvió a su cordura. Y al terror. ¿Qué habría pasado si alguien de su familia lo veía allí, sin la máscara familiar? ¿Estarían Serena, Lucila y Jaimito dispuestos a denunciarlo ante los Marchantes, como estaba establecido en la Sagrada Legislación? No puede olvidar la tarde en que Serena entró a la sala, cargada de bultos de una compra, y se tiró en el sofá con la desilusión rodeándola como un manto oscuro. Estuvo en silencio unos minutos que le parecieron larguísimos, aún cuando insistió en preguntar qué había pasado.
-- ¿No has encendido la tele? – dijo ella, y lo vio negar con un gesto.
-- Están anunciando una máscara nueva – agregó.
Uno de los Capacitados, elegidos por la misma gente para representarlos ante la Gran Asamblea, había sugerido una nueva máscara “pues resulta preocupante que la gente esté unificada en la Gran Construcción Social y cuando llegue a sus casas se pronuncie en contra de lo que sucede afuera”, dijo el hombre ante el Plenario. Todos miraron al Maestro de la Luz y la Verdad que asentía con la luminosidad del agrado iluminando su rostro barbado, y sólo entonces estalló el aplauso.
-- Pero establecer una máscara única para la vida íntima de las personas es una violación de los derechos – aclaró el Maestro, con su voz ronca y parsimoniosa, como de bestia prehistórica, y propuso dejar a la elección de cada persona la máscara que usaría cuando estuviera en la intimidad de su familia.
Pero había que usar máscara. Violar ese precepto se castigaba con la Orden del Suicidio: el infractor debía despedirse de su familia, encerrarse en su cuarto, escribir un discurso donde se arrepintiera ante su falta, y suicidarse del modo que le pareciera mejor. El discurso sería leído luego del entierro, en asambleas multitudinarias, ante todos aquellos que conocieran al desobediente.

-- La única condición es que deben ser máscaras grises, el color de la cordura – precisó el Maestro.
¿Cómo había empezado todo? Nadie recuerda. Gaspar escuchó de su abuelo una vieja historia donde los Emisarios de la Luz y la Verdad derrotaban al Dueño de la Sombra y la Mentira, un dictadorzuelo que había mantenido a la nación sumida en la sangre y el terror por siete largos y siniestros años. La cara arrugada del abuelo se le aparece todavía, siempre que piensa en esas cosas, escondido en la soledad de su cuarto, y lo escucha decir que la algarabía del triunfo fue felicidad, la felicidad fue el inicio de la libertad, la libertad dio paso al libertinaje y el libertinaje permitió la aparición de las primeras máscaras: “Se hace necesario encauzar los esfuerzos de la nación para defender nuestras conquistas”, decía el Maestro de la Luz y la Verdad, y alguien sugirió que la forma mejor de unificar a la gente era el uso de la máscara. Batían aires democráticos y, como todo, aquella idea debía ser llevada ante la Gran Asamblea. Y fue llevada. El rictus en la boca del abuelo se mueve en su memoria y le trae el recuerdo de nuevas palabras: “se hizo primero a modo de experimento”, le escuchó.
Y la ciudad se inundó con las primeras máscaras: rostros ocultos que hablaban igual, pensaban igual, miraban la vida con una máscara idéntica que se fue propagando, creciendo, ganando nuevos y nuevos adeptos. “Era lindo usar aquellas máscaras”, confesó su abuelo, “a través del hueco de los ojos uno lograba ver hermosa y pura una sociedad horrenda y asquerosa”.
En esa misma Asamblea -- poco después de que se estableciera la obligatoriedad del uso de la Máscara de Diario--, bien lo recuerda, quedó establecida la Separación de Habitáculos. Ni las parejas, ni los hermanos, nadie, sin importar vínculo de sangre o de otro tipo, estaba autorizado a dormir acompañado. La Gran Obra de Choque del siglo había sido esa: construir, modificar, crear nuevos espacios en las casas existentes y en los nuevos edificios, de modo que cada miembro de la familia tuviera su propio cuarto: un espacio vital, íntimo, acondicionado a su gusto y capricho, que debía ser respetado por los demás, y en el cual solamente podría dormir su dueño.
Siente el chirriar metálico del gozne de la puerta y sale de sus meditaciones. Ha descubierto que puede pensar mientras finge leer el periódico. Lo dejan tranquilo, a solas, como si el único periódico oficial, LA SUPREMA VERDAD, estirado allí, entre sus manos, se convirtiera en un muro que lo separaba de los demás, alejando las preguntas siempre libertinas e inocentes de Jaimito, su hijo de cinco años; las consultas sobre los límites de lo permisible socialmente en cuanto a la moda de su hija Lucila y las quejas de Serena ante cualquier problema casero. Ha sido un logro. Un descubrimiento casi perfecto que le permite reflexionar sobre esos raros sueños sin que nadie imagine siquiera lo que pasa allá adentro, bajo sus incipientes canas.
Ve entrar a Jaimito con una raqueta de tenis y le sonríe cuando pasa hacia el cuarto. También él debe tener esos raros sueños. Una noche lo supuso: escuchó sus gritos, de terror. Tocó a la puerta: “¿pasa algo, hijo?”. Y le oyó responder que nada, una araña se había colado por la ventana del balcón. Odiaba las arañas. Desde pequeño las odiaba. Y les temía. Pero había llegado a sacar fuerzas de su odio y su miedo para lograr aplastarlas. “¿Ya la mataste?”, quiso saber. “Sí, papá… ya estoy limpiando el piso”. Aunque no sabe, pero algo extraño le hizo pensar que aquellos gritos de Jaimito resultaban idénticos a los que se escapan de su garganta cuando se cortan las imágenes de la pesadilla, justo en el momento en que empieza a sentir los pasos de la marcha fúnebre.
Lo más preocupante de sus sueños, se dice, además de ese eufórico disfrute de una libertad tentadora, que mucho se parece a la libertad aquella que mencionaba las historias del abuelo, era que nunca llevaba máscara. Su rostro desnudo al viento lo seducía. Lo limpiaba de sus miedos. De todos sus miedos. “Y hasta creo sentir que la sangre corre más alegre, más viva”, piensa, y otea por encima del periódico hacia la cocina, donde Jaimito engulle el frugal almuerzo de todos los mediodías. Sabe que a esa hora la misma escena se repite en todas las casas de la nación ante el mismo plato, comprado a precios módicos cada mañana en las bodegas gracias al Gran Esfuerzo Nacional por paliar el hambre y la escasez.
¿Tendría Jaimito, en la lucidez de su inocencia, alguna reflexión sobre las pesadillas que lo hacían gritar? Si no las tenía, ¿qué razones lo llevaban a callarse la boca ante sus padres y no confesar que padecía horribles sueños?
-- Tú tienes la culpa, Gaspar – se dice en voz muy baja, aunque vuelve a levantar la vista hacia la cocina, para cerciorarse de que nadie lo ha escuchado.
El tenía la culpa. No puede olvidarlo. Jaimito vino hasta el cuarto de los trastos viejos, donde él hacía una de las limpiezas semestrales, para enseñarle “mi nuevo invento, papá”, dijo esa vez. Se dio la vuelta y Gaspar lo vio quitarse la máscara familiar, tirarla en el piso y ponerse algo en la cara. Cuando se puso de frente hacia él, quedó pasmado del susto y el asombro. Una nueva máscara. Jaimito se había construido una máscara. Bellísima, radiante, pintada con un azul celeste donde volaban pájaros desconocidos y mariposas de luminosos colores. Un vahído que le clavó un vacío amargo en el pecho lo obligó a sentarse. No pudo evitarlo: aquella máscara le transmitía una sensación de libertad similar a esa que vivía en sus pesadillas y tal certeza lo lanzó nuevamente al más indefinible terror. ¿Qué pasaría con ellos si alguien descubría tamaña falta en su hijo? Las convenciones eran claras: a cuenta de que los niños no tienen responsabilidad penal, según leyes internacionales que la nación decía respetar, toda la familia recibiría la Orden de Suicidio. Una vez consumado éste, la casa sería barrida con buldózers y sobre el terreno que ocupaba edificarían una pequeña plaza para actos públicos oficiales. “Aplastar la desobediencia con manifestaciones de la Unidad”, había dicho el Maestro. Solamente al pensar en aquella falta, se dio cuenta de algo que había permanecido oculto a sus ojos hasta ese mismo instante: las pequeñas plazas para actos públicos oficiales ya eran numerosas, y crecían.
Estaban solos. Fue hacia la ventana de la cocina, justo desde donde podía verse aquella parte de la casa, la cerró y regresó junto a su hijo. “Ven”, le dijo, haciéndole una seña para que se sentara sobre una de sus piernas, igual que lo hacía desde que Jaimito tuvo uso de razón cada vez que necesitaba decirle algo muy serio.
-- Intentaré convencer a tu madre para que te deje usar esa máscara – le dijo, haciendo énfasis en la palabra “esa” --. Pero tú debes jurarme que cuando salgas a la calle te pondrás la del diario, que no usarás esta máscara jamás donde alguien pueda verte, ni le contarás a nadie que te la hiciste y que nosotros te dejamos usarla, ¿entendido?
Lo vio asentir con una mueca en la cara que creyó se debía al deseo de sonreír y a la vergüenza que siempre sentía cuando su padre lo regañaba.
-- ¿Qué te he dicho que eres tú para nosotros? – agregó.
-- Lo más importante en el Mundo – respondió el niño.
-- Y yo sé que nosotros somos lo más importante para ti – le dijo entonces, y acarició el mechón de pelo que caía sobre la frente de su hijo --. Este será nuestro secreto, ¿de acuerdo?
-- De acuerdo – dijo Jaimito.



                                           ***




Lo aturden los cláxons, los ruidos, el rugir de los autos que ruedan veloces por las avenidas, el murmullo compacto que forma las palabras de quienes pasan. La ciudad entera parece un viejo esqueleto crepitante, escandaloso adefesio de edificios y plazas y parques y calles y semáforos y gente con la única virtud de producir ruidos, sonidos, rumores, detonaciones, bullas, gritos, golpeteos. Todo menos silencio. Y el humo de las altísimas chimeneas de las fábricas. El vapor escapando de las cocinas en los miles de restaurantes. Las aguas albañales musitando su escapada hacia las alcantarillas, en ese gorgoteo que arrastra la basura y el polvo y la mugre regada por aceras y cloacas. El hedor cálido y dulzón de las mierdas de los perros callejeros. El ácido fermento de los tachos de basura aireándose a la noche y al solano. El sudor y los olores de la gente. Y la gente. Y la gente. Pasando. Siempre. Pasando.
Pero los ve felices. Plenos. Con esa plenitud que sólo da la alegría de vivir. Y le asalta la pregunta: ¿y esa felicidad?, ¿y esa alegría? Y no puede responderse. Sería mejor decir: no se atreve a responderse.
Lo descubre como de una bofetada, casi al azar, cuando una muchacha de ojos azules y cabellos dorados le sonríe al pasar cerca. No lleva máscara. Y eso lo estremece. Mira a los demás rostros y los nota radiantes, transparentes. Tampoco llevan máscaras. Y el miedo lo ciega. Mueve la cabeza a todos lados, nervioso, sin que nadie lo note, aunque todos pasan junto a él, y conversan, y ríen. Bien sabe lo que busca: los ojos, “esos” ojos. Bien sabe lo que de pronto temen escuchar sus oídos: el paso de la marcha fúnebre, “esos pasos”. Pero no escucha nada.
Y se echa a caminar, como todos, perdiéndose en ese manto que se le antoja de una luminosidad encendida. “La vida es bella”, dice a un anciano que lo saluda desde un banco. Y siente deseos de gritar: “La vida es bella”. Y entonces grita: “¡La vida es bella!”, y percibe que el eco se riega por toda la ciudad, por toda la nación, por el Universo todo. “La vida es bella”, vuelve a decirse, ya calmado, mientras se tira en el césped de un parque inmenso. Y llora.
Despierta llorando. El sabor amargo de las lágrimas se le ha clavado en la nuez de Adán y escupe al piso, asqueado, como intentando sacarse con la saliva hasta el último indicio de la pesadilla. Afuera hay silencio. La casa, a esta hora, debe estar hundida en la soledad de la tarde y así está cuando sale. Va a descolgar la máscara familiar, pero lanza su mirada hacia las habitaciones vacías y se dice que no vale la pena. Va a sentarse al sofá. Se estira hacia atrás, abriendo los brazos, respira profundo y por primera vez en muchos años se siente dueño de ese sitio donde ya ha pasado más de la mitad de su vida.
No soporta los deseos de orinar y se pone en pie. Recorre el pasillo lentamente, disfrutando cada adorno, cada planta, cada cuadro, cada cortina, sin la neblinosa interferencia de la máscara. Se asombra de no haber sentido el terror de cada día: la posibilidad de que unos ojos estén mirando, de que unos pasos marciales y fúnebres vengan a cobrar la falta. “¿Esta es la libertad?”, se dice, y abre la puerta del baño.
Lucila, desnuda, también sin la máscara familiar, está parada frente al espejo. Se ha quedado embelesada, con esa rigidez mortuoria de las estatuas antiguas. Gaspar la mira. Muchas veces, desde niña, ha visto a su hija desnuda, pero ahora la ve más hermosa, estruendosamente hermosa.
-- ¡Cúbrete! – le ordena.
Y la muchacha se enfunda en la bata de casa de flores azules y blancas y se agacha para ponerse la máscara familiar que está tirada en una esquina, junto al cajón de la ropa sucia.
-- ¡La máscara no! – le dice.
Y observa cómo su hija lo mira con el susto y el asombro mezclados en su cara de rasgos perfectos: una verdadera diosa. “Como su madre”, piensa. Sólo entonces nota que ella ha descubierto lo que el miedo le ha impedido ver: su padre tampoco lleva máscara. Gaspar le sonríe. Se acerca a ella y la abraza, y por los escalofríos que erizan los brazos de Lucila sabe que su hija se siente perdonada, que su sensibilidad de mujer ha despertado al fin, aletargada desde su mismo nacimiento, bajo un descubrimiento íntimo que quizás tenía lugar allí, tarde tras tarde. Se siente feliz de haberle abierto ésa y quién sabe cuántas puertas más a su Lucila. La toma por los cachetes, y la mira.
-- Eres tan hermosa como tu madre – le dice.

“Será nuestro secreto”, murmura y nota que ya es la tercera vez que ha dicho esas mismas palabras: hace un tiempo a Jaimito, en la tarde a Lucila, y ahora, mientras la noche gravita sobre la ciudad, a Serena.

-- Ya no usaremos máscaras en casa – le dice al oído, y comienza a desatar el hilillo que une la máscara que ella se pone cuando hacen el amor.
Lo esperó desnuda, como todas las veces desde que se conocieron, tapada hasta el cuello, sonriente, rodeada de ese halo de sensualidad e inocencia que le hace perder todas sus fuerzas de hombre y convertirse en el niño que sueña con seguir naciendo de ese vientre que se resignó a adivinar todos estos años bajo la transparencia de las sábanas. El la observó desde la puerta abierta, gracias a las sombras de la madrugada deambulando por el resto de las habitaciones de la casa y a la seguridad de que Lucila y Jaimito dormían, tal vez felices por primera vez, soñando sin miedos con una pradera de margaritas y girasoles, con una playa donde unos amantes hacen el amor, con una ciudad llena de ruidos y gente tan feliz como ellos.

Serena llevaba puesta esa máscara que él ahora retira. Siente que tiembla. Y algo le dice que no es por el miedo a los ojos, a los pasos; es por algo distinto: ha esperado por este momento desde siempre, casi una eternidad. Disfruta otra vez sus rasgos de diosa y va pasando sus dedos sobre los pómulos redondos, por su nariz aguileña, sus cejas y párpados tan negros como su pelo, por sus labios reales, carne viva, palpitante, como animal que espera.

-- Tenía miedo decírtelo, Gaspar – le escucha decir --. Desde niña detesto las máscaras.
Y siente cómo se mueve bajo la sábana y lo atrae hacia ella con una devoción inusitada. No se resiste a que los muslos de su mujer lo atenacen, que sus pies pequeños se crucen en su espalda mientras él la penetra y se deja arrastrar por el calor de esa piel que esta vez destierra con una fosforescencia cálida, mágica, las brumas que le embotan los sentidos, aturdiéndolo aún más que antes, cegándolo con un fulgor que cree celestial, liberando la celda del animal que gravita en su sangre. Se dice que adora a esta mujer. Y eso murmura en sus oídos: “te adoro, Serena”, y ya no le parece cursi como si la voz naciera desde su sangre misma, desde un sitio remoto en su memoria que le recuerda que la amó incluso en su niñez, cuando soñó con alguien para tener hijos y un hogar y envejecer bajo la paz de una pasión compartida; un ser especial venido de otro planeta o colocado por Dios en una de las veredas de su vida, ya no le importa, porque sabe que ella existe y está allí, llamándolo hacia un territorio del mundo donde existen ellos dos, únicamente ellos. Le muerde los labios. ¿Cuántas veces ha mordido esos labios, como si pretendiera recobrar todo ese otro tiempo en que se escondían detrás de la máscara de diario? No lo sabe. Puede explicarse, se dice entonces, el susto de Adán y Eva en la mordida a la manzana: un susto pecador pero hermoso, poseedor de una libertad tormentosa, afrodisíaca, y se deja llevar por esos besos, ya sabe adónde: la pradera verdísima de girasoles apuntando hacia el sol; la playa donde unos novios se hacen el amor rabiosa, alocadamente; la ciudad atestada de ruidos y gente tan felices como ellos dos, e igual de libres.

Afuera llueve. Los truenos aplacan sus gritos de placer mientras sus cuerpos se descubren vibrando bajo la luminosidad fugaz de los relámpagos que se cuelan en la habitación por los altos vitrales. Aún así logran escuchar: los pasos, marciales pasos, una letanía monótona de pasos, como de marcha fúnebre. A pesar de los truenos y el cántico tenaz del aguacero sobre los techos de la ciudad saben que se acercan. Ya nada les importa.



Amir Valle (Cuba, 1967). Escritor, Ensayista, Crítico Literario y Periodista. Ha obtenido importantes premios literarios en la isla y en países como Colombia, República Dominicana, Alemania y España en los géneros de ensayo, cuento y novela. Ha publicado más de una veintena de títulos de cuento, novela, ensayo y testimonio. Saltó al reconocimiento internacional por el éxito en España de su serie de novela negra “El descenso a los infiernos”, sobre la vida actual en Centro Habana, integrada por Las puertas de la noche (España, 2001; Puerto Rico, 2002 y Alemania, 2005), Si Cristo te desnuda (Cuba, 2001; España, 2002 y Alemania, 2006), Entre el miedo y las sombras (España, 2003 y Alemania, 2007), Santuario de sombras (España, 2006 y Alemania, 2008) y Largas noches con Flavia (España, 2008). Su libro Jineteras obtuvo el Premio Internacional Rodolfo Walsh 2007, a la mejor obra de no ficción publicada en lengua española durante el 2006. Santuario de sombras se alzó con el premio NOVELPOL de los lectores españoles a la mejor novela negra publicada en el 2006 en España y en el 2008 obtuvo el Premio Internacional de Novela Negra Ciudad de Carmona, de España, con su obra Largas noches con Flavia. Su obra narrativa ha sido elogiada por escritores como Augusto Roa Bastos, Manuel Vázquez Montalbán y Mario Vargas Llosa.

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