Tierno Amadís
Andar de caballero sobre el trote de un rocín
de madera, ensoñación pueril de un castillo
embrujado, dos guayabas por premio en el festín
del árbol, tirapiedras colgando del bolsillo.
Así de simple era. Ni gloria vana ni botín
deslumbrante. La melena sin peine. El brillo
del sudor sobre la frente. El matojo, bacín;
el río como higiene. La ropa en un hatillo
y el viento por toalla. ¿Castigos? Coscorrones.
¿Consejos? Los severos responsos de la abuela.
Un eterno retozo, honda fobia a la escuela
y soñar que del cielo su altura era la mía.
Se marchó el Amadís y un recuerdo en jirones
me llega de una ausencia que añoro todavía.
Viaje
No es nueva esta estación. Un banco del andén
me concede el reposo. Espero sin premura.
Llegan más pasajeros. Silba a distancia un tren.
Se inquietan los viajeros, pierden la compostura.
Se apiñan, se codean. Todo se hace angostura.
Pareciera que fueran hacia el último bien
que quedase en el mundo. Es la caricatura
de un afán de mentira, retrato del desdén
por ellos y los otros. Yo espero. No me agito.
Agoté mis apremios cuando supe que el hito
más alto era la dicha de cambiar de estación
sin derribar al otro, sin la falsa ilusión
de que un llegar primero le diera conclusión
al tortuoso camino de este viaje infinito.
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