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domingo, 27 de diciembre de 2009

OJEADAS






Buena fe a largo plazo






Por Manuel Vázquez Portal
El arte tiene su estrategia política propia. En ella, como en toda estrategia, palpita un propósito: el éxito en el presente y la trascendencia en el futuro.
El éxito para el arte se legitima cuando alcanza que el receptor, al identificarse con él, lo disfrute y convierta en celebridad a quien lo produce. Primero a nivel local, más tarde, si es meritorio, a nivel universal, y por supuesto, luego en la posteridad.
Pero esa relación, en un principio, es más sensorial que conceptual; son los sentidos quienes gozan con el arte. Más tarde viene la conceptualización, pero ya el arte hizo su parte, tanto desde lo liminal como desde lo subliminal.
De ahí que el arte corra el riego de convertirse en arma que los políticos puedan usar como medio de penetración en regiones a las que deseen influir. Y si esas zonas a injerir poseen características afines, el arte, por su capacidad de sugerencia propia, es el más eficaz y sutil instrumento.

El artista, entrampado en esta circunstancia que se ha repetido sostenidamente a lo largo de la historia, y que va de la censura al reconocimiento, sobre todo en países donde la política rige toda la vida social, comprende que ha de intercambiar necesidades, y para conseguir su fin, permite ser usado como medio, para a su vez, usar como medio a quien lo usa.
La política requiere de una estética que la represente, y el arte necesita de un soporte que le permita la interacción social. En ese intercambio, por supuesto, la política pierde, porque ella es circunstancial, mientras que el arte, si es auténtico, puede tornarse eterno.

Por tanto, los artistas ante esa encrucijada de multiplicidad de medios, echan mano de aquellos que estén al alcance y conduzcan a su fin: el reconocimiento, aunque puedan ser juzgados de disímiles modo porque confían, en que a la postre, se les juzgará por su obra.
La diferencia entre política gubernamental y política artística es el poder. Al arte no le interesa el poder, a los gobiernos sí. Y como, vaya perogrullada, la estética es muchas veces hija de una política gubernamental, en esas ocasiones la estética se ve precisada a ciertas concesiones que pueden enturbiarla o no, depende de la habilidad del artista para sortear los escollos sin que la factura de su arte sufra el único defecto imperdonable desde el ángulo estético, convertirse en octavilla política.

En las sociedades cerradas, como el caso cubano, abunda el octavillero pero este no es quien interesa a la política, ese, por burdo, sirve quizás para el entretenimiento doméstico, pero no alcanza a influir y es desechable. Se apela entonces al artista verdadero, aquel que, aunque muestre ciertas aristas de aparente inconformidad --que en las más de las ocasiones son beneficiosas para los gobernantes porque también pueden reflejar cierta tendencia a la tolerancia-- ya que este es quien logra una influencia real en las zonas de interés.

Bajo esas circunstancias el artista en la sociedades cerradas tiene pocas opciones. La organicidad supone para él complicidad, y por tanto defensa a toda costa. La criticidad lo sitúa en una maroma tambaleante con límites bien definidos que lo conducen más bien a una complicidad solapada. La radicalidad lo lleva directamente al ostracismo. ¿Qué hace entonces? Intercambia. Hace concesiones que le permitan a él y a su obra sobrevivir, y apuesta a que su obra lo salve estéticamente a largo plazo.
Eso es lo que hacen, a mi modo de ver, los artistas cubanos que han optado por ejercer bajo la égida del gobierno. Habiendo sido legitimados por su público natural, se ven obligados a aceptar los términos de ese gobierno para buscar la legitimidad en otros entornos, y ahí comienza el intercambio de ambas políticas, la artística y la gubernamental. Y lo que se resquebraja entonces no es la estética ni la política, sino la ética. Si en política las márgenes éticas son muy difusas porque pueden moverse según los intereses, en arte la ética puede conllevar juicios estéticos, si no errados, por lo menos muy discutibles, y ese es el riesgo mayor que corre el artista al comprometerse con una política, porque aunque lo salve la estética, puede también condenarlo la ética. De Pablo Picasso se dice como mácula que fue comunista; de Günter Grass, que fue fascista. Y, está claro, para inmaculados, los santos.

Visto así, el intercambio verdadero no tiene absolutamente nada que ver con la comunidad cubana en el extranjero y la comunidad en la isla. La isla, aunque dividida por razones políticas, es una sola. Sus artistas, de un modo u otro, han sido legitimados por su público natural. Celia Cruz , Willy Chirinos y Gloria Estefan son instituciones artísticas indiscutibles dentro y fuera de la isla, le guste o no al gobierno; Chucho Valdés, Pablo Milanés y Eliades Ochoa también. Entonces, ¿dónde habita el entresijo oculto de la política de intercambio cultural.
Me atrevo a una propuesta. El gobierno cubano sabe que los artistas cubanos en el exilio, legitimados por su comunidad de ambos lados, llevan la ventaja en los circuitos internacionales porque poseen todas las libertades de movimiento, excepto la de actuar dentro de la isla, y pueden ejercer su influencia sin trabas. Como medida de choque, permiten salir a los que viven dentro de la isla, son confiables, y lo suficientemente sagaces como para no arriegar el doble estandar, y a quienes muestran como logros de su política. Así las cosas, el intercambio cultural no es de comunidad exiliada con comunidad insular, sino una batalla en el campo internacional en la que se supone que una de las partes ejerza mayor influencia, y ellos apuestan por los suyos. Pero, sobre todas las cosas, aspiran a que aquellos artistas que consideran suyos salgan a dar la pelea, sin permitir que los considerados no suyos entren a la isla a dar la suya. Reciben del extranjero a quienes comparten sus ideas políticas y que al regreso engrosarán las filas de su avanzada de nacionales. Es política no arte.

1 comentario:

  1. Muy cierto, Manuel. Asi ocurre en las sociedades sometidas por regimenes autocráticos.
    Cariños

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