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martes, 24 de noviembre de 2009

DEJAME QUE TE CUENTE














CUALQUIERA ARREGLA UN  FOGON*      

Por Sindo Pacheco


A usted nunca se le ha roto un fogón, ¿verdad? Es muy sencillo. Imagínese que son las once de la mañana y que al llegar a su casa, muerto de hambre, se encuentra el fogón tan apagado como el día que lo compró hace pila de años.

—Un fogón lo arregla cualquiera —te dice la mujer.
Y descubro el salidero junto a la válvula del tanque. Por suerte uno siempre guarda su valvulita de repuesto, así que tomo el tanque, que pesa como un condenado, y me dirijo al taller donde reparan fogones.

—Lo siento mucho, no hay oxígeno para soldar —la señora se encoge de hombros mirándome casi con solidaridad.

Doy media vuelta y me llego al Taller Mayor, donde sueldan mesas de cabillas, pero un vecino me informa que hasta la una no abre. Consulto el reloj y, como dispongo de tiempo, salgo en busca de un teléfono público.
—¿Es la Empresa Eléctrica?... Oye, Pepe... es para decirte que voy a llegar tarde... Se me rompió el fogón… Yo sé, yo sé, ¿pero qué tú quieres...? Sí, sí, un fogón lo arregla cualquiera...

De regreso al Taller Mayor, que ya está abierto, veo a un soldador y le muestro el tanque.
—¿Un tanque? —me dice, como si hubiera visto lo más absurdo del mundo—. Tienes que darle vapor allá en la Fábrica de Globos. Tú quieres que volemos por los aires. Además…

Pero no oigo lo que dice porque ya estoy en el camino con el tanque al hombro.

—Compañero, necesito soldar este tareco. Me dijeron que hay que darle vapor.

—Sí, pero tiene que esperar. Hay otro tanque adentro.

—¿Y demora mucho?

—Par de horas.
Vuelvo a mirar el reloj: hasta las cuatro. Nada, que ya no puedo ir al trabajo esta tarde...

Y llamo de nuevo a Pepe y de paso agarro unas croquetas en el bar de la esquina.

Al fin entran el tanque, y respiro aliviado; pero cuando me lo devuelven, está echando humo, y pierdo media hora más esperando que se enfríe.

Cuando paso por el Taller Mayor, ya está cerrado y sigo para la casa.

—¿Resolviste? —me pregunta la mujer.

—Más o menos. Vístete que vamos a comer fuera.

De regreso llego a casa de Pepe.

—Todavía no he resuelto. Así que mañana voy un poco tarde.

Y por la noche sueño con un tanque de fogón lleno de huequitos por todas partes.

Me levanto a las seis y parece que con el pie derecho, pues el administrador en persona está ahí.

—Chico, aquí se pudiera resolver, pero esa válvula es de bronce.

Ah, sí —mira que uno aprende cosas sin querer—. ¿Y qué tiene que ver que sea de bronce?

—¡Hombre!, que no puede soldarse con electricidad. Tiene que ir a un sitio donde haya oxigeno y acetileno, ¿entiende?
—Sí, más o menos.

—Mire, por esa calle al final, hay un taller de tractores. Lléguese a ver.
Le doy las gracias y sigo.

—Buenas.

—Buenas.
—Compañero, ¿con quién se puede hablar aquí para una soldadura?
—le pregunto al primero que veo, mostrándole el tanque—. Ya tiene vapor y todo.

—Aquel de la camisa gris, es el jefe del taller, pero le va a decir que no.

Tremenda recomendación, pero bueno, no hay peor gestión que la que no se hace...

Y el jefe de taller me dice lo mismo que me advirtió el otro.

—Usted ve, antes se le resolvía a todo el mundo. Todo este barrio venía a parar aquí, pero de la Empresa lo prohibieron...figúrese...

Hace una pausa y se anima un poco.

—¿Ya fue al taller de los mangos, y al de las guaguas?...

Le digo que no y sigo. Dos lugares más como dos nuevas esperanzas, pero advierto que son las once de la mañana y me voy a la casa.

—Un hombre ha estado buscándote —me dice Aleida.

—A lo mejor quiere ayudarme.

Luego que almorzamos en la pizzería, regreso, y a seguir tumbando con el tanque a cuestas. Hace día y medio que no voy al trabajo.

Al fin llego al taller de los mangos.

—Oiga..., ¿el administrador se encuentra?...

—Soy yo mismo —me suelta el hombre.

Y todo ha sido tan rápido que no he podido ni prepararme.

—Mire...Se me rompió el fogón... (le muestro la válvula), me hace falta...

—No —me interrumpe el administrador.

Y con la misma me da la espalda, indiferente a mi pena. Miro el tanque con lástima y sigo. Aún me queda una oportunidad.
Consulto el reloj: las cuatro.

—Buenas tardes.

—Buenas.

—Compañera, aquí hay soldadura, ¿no?

—Sí

—¿De oxígeno y acetileno?

—Sí

—¿Se podrá soldar esto?

—Sí, cómo no, pase al fondo y pregunte por el soldador.

¡Vaya, menos mal que voy a salir de todo esto! Es verdad que las cosas que dan trabajo, se quieren más. Nadie sabe lo que vale soldar un tanque de fogón.

—¿Usted es el soldador?

—Sí...

—Mucho gusto, el asunto es que se me rompió el fogón (le muestro la válvula). Me hace falta...

—Mire —me interrumpe, mostrándome un hierrito.

—¿Qué es eso?

—¿Esto?... Bronce. El último que queda y no da para nada.

Y parece que el hombre ha visto la cara que tengo, porque enseguida continúa.

—Pero no se desanime, hombre. Vaya por los talleres por ahí a ver si le regalan unas cuantas varillas. Después venga que yo se le resuelvo.
Y salgo pensando a dónde ir. Al taller de los mangos, ni hablar. Y doblo rumbo al taller de los fogones.

—Mire, compañera: hace día y medio que no voy al trabajo. Tengo el fogón roto y un niño que mantener. He estado en todos los talleres del pueblo por una soldadura que se hace en dos minutos. Ahora vengo de un sitio donde me van a resolver, pero necesito un pedazo de bronce, vendido, prestado, regalado...

La mujer oye mi discurso y se compadece, pero no pasa de ahí, porque el único que podía resolverme era el administrador y estaba para la Empresa.

—Pero, compañera... Donde primero yo estuve fue aquí y no había oxígeno, allá hay oxígeno y no hay bronce, ¿se da cuenta?

—Aquí ya hay oxígeno —me dice de pronto la señora, sin advertir que me ha abierto otra perspectiva. Qué increíbles son las mujeres...

—Entonces... ¡entonces se puede soldar aquí!...

—Sí, pero hasta mañana no te garantizo nada. El único soldador está movilizado.

Y busco el tanquecito y se lo traigo porque ya están al preguntarme si vendo algo. Dos días con un tanque de fogón a cuestas.

Hoy me levanto y lo primero que hago es llegarme a la Empresa para excusarme y decirle al jefe que necesito terminar con el dichoso problema, pero el hombre que está en la puerta me detiene.

—¿Usted es Peñate?

Y cuando le digo que sí, los ojos comienzan a brillarle como si hubieran visto un milagro.

—Al fin —me dice—. Hace dos días que no voy al trabajo, cayéndole atrás por todo el pueblo. Desde el martes estoy sin luz. Yo creo que se quemó el contador...
Y entonces yo aprovecho y lo consuelo:

—No se preocupe, compañero, un contador lo arregla cualquiera.



*El cuento que acaban de leer  fue escrito en Cuba, en la década de los ochenta.








2 comentarios:

  1. Esto me hace pensar en ciertas aventuras que viví allá por los años 70 en un viaje de paseo que se me ocurrió dar en Nueva Gerona, vaya, el camagüeyano que quería conocer Isla de Pinos. ¡Qué jodentina! ¡Hace casi 35 años y todavía no se me ha olvidado! ¡Las que tuve que pasar y las vueltas que di!

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  2. ¡Historias reales para las nuevas generaciones!

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