Translate

viernes, 20 de noviembre de 2009

DEJAME QUE TE CUENTE



              







LA MULTA
Por Manuel Vazquez Portal

Los vientos de cuaresma le volaron el sombrero. Auguró que era de mala suerte. Pero no se apresuró. A su edad los presagios lo alarmaban poco. Vio el sombrero revoloteando en el aire como una mariposa mal herida que tropezaba con el suelo y luego echaba de nuevo a volar para entonces chocar contra una columna y luego contra una pared y, al fin, quedar atrapado entre el contén de la acera y un poste del alumbrado público.


Pacheco sonrió. Estaba persuadido de que algo detendría aquel vuelo caprichoso o de lo contrario se habría conformado con quedarse sin el sombrero. Ya no eran los tiempos en que perdía la calma frente a los inconvenientes. Demasiados tropezones da un ser humano antes de llegar a la vejez como para, a esas alturas de la vida, andar con apremios. Cuando estuvo seguro de que el viento no jugaría a verlo perseguir el sombrero como un niño que persigue una libélula, caminó sin premura.


El viento le batió el pelo canoso y quiso cegarlo con una columna de polvo que levantó de la calle reseca. Las hojas caídas del almendrón de la esquina flotaron en remolino a la altura de sus rodillas para caer más tarde en un planeo de reposo final. Unos pedazos de periódico, impulsados como por una fuerza interior propia, fueron a enredarse entre los tallos del Ítamo real que crecía junto a las verjas oxidadas de un jardín. Un nido de rigurosa y frágil arquitectura, cayó de un limonero y esparció por la acera las trizas de unos cascarones de huevos cenicientos. Una muchacha de pelo ensortijado permitía que su falda se levantara y mostrara impúdica el nacimiento de unas nalgas de potranca indómita. Pacheco entrecerró los párpados hasta convertir su mirada en una mínima rendija por donde el polvo no cabía y siguió su acompasado, lento andar hacia el sombrero.


Desde una casa cercana le llegó el punteo de un laud y la voz de un poeta repentista que improvisaba versos sobre el inicio de la primavera, y tuvo la sensación de repetirse en algún lugar del recuerdo. Su hijo más pequeño masticaba moroso la cena del domingo y su mujer le sacaba, con unas planchas calentadas con carbón, lisuras a un uniforme colegial que alejaría otra vez al muchacho de su amparo y sus regaños. Sintió que los ojos se le humedecían y quiso pensar que era el polvo y los vientos de cuaresma, pero allí estaban de nuevo su hijo masticando sin deseos como alejando la partida con cada bocado, y su mujer depositando en una maleta fabricada de madera los uniformes y algunas golosinas arrancadas a la pobreza para que el muchacho pasara lo mejor posible la próxima quincena.


Como de un manotazo en la memoria, Pacheco, espantó las viejas visiones y continuó su lento andar hacia el sombrero atascado entre el contén y el poste. Lo había visto salir disparado de su cabeza, elevarse casi hasta la altura de los cables eléctricos, contorsionarse en el aire, aletear agonizante como un pájaro alcanzado por un disparo y ya se había adaptado a la idea de que perdería el sombrero cuando lo vio caer exánime y atorarse allí donde ahora esperaba que lo rescatara.


Sombrero de pobre no viaja muy lejos. Pensó Pacheco y creyó ver cierta analogía entre el vuelo del sombrero y su propia vida. Después de cincuenta años de volteretas, tropiezos, entregas, pasiones, incertidumbre, allá iba él con una jaba en la que transportaba algunos ajíes, tomates, cebollas, macitos de culantro y ajos desgranados para venderlos en una esquina del pueblo que lo vio pasar de miliciano jubiloso, responsable del partido con una misión importante, obrero de vanguardia que sacrificó la familia por un sueño y de repente, como el sombrero, se hallaba varado, a sus casi ochenta años, entre el deseo de dejarse morir arrellanado en un taburete mirando las nubes a lo lejos o salir a conquistar unos pesos que le aumentaran la pensión casi simbólica.


Dio unos pasos más y antes de, con una mano apoyada sobre el poste, agacharse para recuperar el sombrero, creyó que el gesto se parecía mucho al día en que le estrechó la mano al hijo y aprobó su decisión de marcharse y le deseó lo mejor. Había sido como desenredar los sueños. Su hijo también se sentía atrapado. Y él percibió como un alivio cuando le dijo que lo apoyaba y que contara con él para lo que fuera y desembragó el freno que significaba para el hijo el respeto a sus viejos ideales.


Inclinó más el cuerpo. Hizo presión con la mano apoyada en el poste. Un resoplido como de bestia cansada escapó de sus pulmones y creyó que las rodillas no lo sostendrían pero de un tirón alzó el sombrero y se incorporó también de un tirón. Su respiración era entonces entrecortada, las piernas le temblaban un poco y el sombrero tenía una pequeña mancha de lodo en una de sus alas pero Pacheco estaba satisfecho.


Antes de continuar la marcha, sacó de la jaba un trozo de periódico, lo estrujó entre sus manos para hacerlo más suave, y lo frotó contra el ala del sombrero para limpiar la mancha de fango. Lo consiguió a medias. El lodo había penetrado entre las hendijas del tejido y no pudo lograr que la mancha desapareciera totalmente. Pensó en fregarlo cuando volviera a casa. Se lo encasquetó hasta el fondo. Lo sintió rozándoles, molestándole sobre las orejas pero no quería que los vientos de cuaresma se lo volvieran a volar. Echó a andar.


De su casa hacia el centro del pueblo la calle es una pendiente. Antes de que hicieran el acueducto, un torrente de aguas cristalinas se deslizaba sobre el lecho, verde de musgos, de una zanja que corría paralela a la calle y Pacheco recordó como los niños del barrio dejaban caer barquitos de papel que nunca se sabía adónde iban a carenar y tuvo la fantasía de que su hijo navegaba aún en uno de aquellos barquitos de papel que había depositado en la zanja.


Se dio cuenta entonces de que iba a vender ajíes y cebollas por pura dignidad, cuando no por soberbia machista, pero siempre pensó que un hombre es más hombre cuando es capaz de solventar sus necesidades con sus esfuerzos propios, y en la vejez nadie lo iba a hacer cambiar de idea, por mucho que la inmoralidad en el país llegara al cuello


Llegó frente a la vieja pizzería del pueblo y en un muro bajo que colindaba con una gasolinera se sentó a esperar por los clientes. El viento trató otra vez de arrebatarle el sombrero pero esta vez su ruda, enorme mano de campesino curtido en la labranza, cayó rápida sobre su cabeza y evitó que el aire se saliera con la suya. Fue una segunda señal, un segundo presagio, pero volvió a pasarlo por alto, no era hombre de andar creyendo en premoniciones después de tanto marxismo escuchado en los círculos de estudio del partido.


--Pacheco, otra vez vendiendo sin licencia—dijo el policía.

--¿Qué quiere, que me muera de hambre?

--¿Su hijo no le manda para vivir decentemente?

--Ese es asunto mío y de mi hijo.

--¿Sí?

--Sí.

--Pues te voy a poner una multa por zoquete.

--Ese sí es asunto suyo.


El policía extrajo un talonario, pidió a Pacheco su carnet de indentidad y garrapateó por un rato. Luego extendió un papel al viejo, le dijo que la mercancía estaba decomisada y que se marchara del lugar.


--Hoy por lo menos vas comer con buen sazón—dijo Pacheco después de guardar el papel en un bolsillo e incorporarse para irse.

--¿Usted me está acusando de ladrón?

--No, hombre, no. Soy solidario, yo sé lo difícil que está la situación—recalcó el viejo y partió sin mirar atrás.


Los vientos de cuaresma no volvieron a molestarlo. O él no se dio cuentas. Los árboles seguían con su lluvia de hojas muertas, el polvo seguía levantándose en remolinos, el calor seguía sofocando a los caminantes. Pacheco llegó a su casa. Tiró el sombrero sobre un sillón. Saco la multa del bolsillo. La leyó por primera vez. Era de ochocientos pesos. Sonrió. Más de un semestre de pensión. Pensó. Su mujer vino desde la cocina.


--¿Y eso tan temprano de vuelta?


Pacheco le entendió la multa. Luego dijo:


--Eso lo resuelve el muchacho.


La mujer miro hacia un portarretratos donde un adolescente vestido de camisa clara y corbata oscura sonreía a la intemporalidad sobre un búcaro con flores, mientras por la mirada de Pacheco se perdía un barquito de papel echado por un niño en la zanja de aguas cristalinas que se deslizaba sobre el verde musgo del recuerdo.


5 comentarios:

  1. Un cuarto bate en la alineacion, dirian en el Yankees Stadium.

    Un cuarto bate en la blogacion, decimos en El Imparcial Digital.

    Silenciosamente lo esperaba. El cuento, homerun!

    ResponderEliminar
  2. ¡Qué alegría, Eufrates, tenerte entre mis lectores es una explosión de fuegos de artificios!

    Un abrazote

    ResponderEliminar
  3. "Bravo por los dos": el que lo escribió y el que lo publicó. Un cuento para no olvidar.
    Felicidades

    ResponderEliminar
  4. Gracias, Odalis, por los dos; es decir, por mí y por mí.

    ResponderEliminar
  5. Me ha emocionado leerte. Te admiro por muchas cosas y porque supiste hacer lo que no tuve valor de hacer. Un abrazo.

    ResponderEliminar

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.