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jueves, 28 de enero de 2010

DEJAME QUE TE CUENTE



Pas de deux




Un cuento inédito de Sindo Pacheco.





Bernabé se levantó bien de mañana, tomó café, encendió un tabaco, y se dirigió al baño viejo. Se había surtido de varios lápices y una agenda, además de una cuchilla y una buena goma de borrar. Lo otro que requería era tiempo, tranquilidad, concentración; pero apenas se hubo instalado, escuchó la voz de Felicia, su mujer, que se alejó hacia la calle, llamándolo, apagando su nombre, y luego se fue acercando intermitentemente.
—Estoy aquí —porque él se había encerrado, pero no era un prófugo para estar ocultándose de nadie. Estaba allí por cuenta propia.
—¿Dónde?
—Aquí, en el baño.
Ella se acercó. A lo mejor buscaba algo y necesitaba su ayuda, como ocurría casi siempre, pero llegó hasta el baño y se detuvo ante la puerta cerrada, Bernabé…, tocó dos veces, sorprendida, qué le pasaba, qué estaba haciendo allí oscuro.
Bernabé ni se inmutó. Se había sentado en el piso, las piernas recogidas y la barbilla apoyada en su mano izquierda.
Felicia se volvió. Al fin su esposo dejaba a un lado la lectura y se ocupaba de algo provechoso. Seguramente ponía un cordel para amarrar los ajos y las cebollas, o cualquier tarea con qué matar el tiempo libre, tomó un poco de leche, se sirvió café: aunque quizás el pobre tenía dolores de estómago, alguna colitis o mala digestión, posiblemente un empacho… Felicia trató de olvidarse del asunto; sin embargo veinte minutos después ya estaba tocando a la puerta, Bernabé, ¿le dolía el estómago?, ¿quería algún cocimiento…?
Bernabé seguía en la misma posición, el lápiz en su mano derecha, pensativo. Podía escribir la historia de su familia, o de cualquier familia, de cómo se vivía antes y se vive ahora. De nuevo sonaron los toques.
—¡Qué, vieja…! No quiero cocimiento. No me duele nada.
Ella se turbó, sólo un momento, habían venido tomates a la placita, de ensalada, ¿la oía, Bernabé?, habían venido tomates…
Felicia le dio la espalda, lo sentía, no iba a dejar la costura y los trajines de la casa para irse a una cola. Cortó unas telas, sacó unos moldes, y se puso a preparar el almuerzo. Antes, cuando Sergito estaba en la casa, era más complicada la cocina. Había que inventar y hacer dulces y sofritos, pero ahora echaba de menos aquella época hermosa en que tenía que esforzarse. Felicia peló unos plátanos y los puso a freír: de haber sido los cordeles, hacía rato que Bernabé hubiera terminado. Tampoco se escuchaba ruido de carpintería o de mecánica, sacó los plátanos y puso a calentar los frijoles: tal vez buscaba algo…, pero de qué se trataba, no podía ser dinero… ¿Y por qué había cerrado la puerta con tanto calor y oscuridad?, apagó el fogón para ir al baño, pero entonces lo vio venir medio ensimismado y sonámbulo con aquella libreta bajo el brazo. Felicia recogió las telas y las plantillas y preparó la mesa. Se había hecho el propósito de no investigar nada, ni mostrar el más mínimo interés. Sabía que mientras menos caso le hiciera, más rápidamente se le pasaría el arrebato. Cuando terminaron de almorzar, Felicia lo vio incorporarse y enrumbar hacia el baño con la misma libreta y una bombilla de cien watt, pero no dijo nada. Fregó la loza, preparó la cama, y durmió su siesta sin mayores consecuencias. Se levantó a la hora de siempre y fue al baño. Bernabé seguía allá adentro y regresó al comedor. Quería terminar un vestido. Le faltaba el falso y las candelillas, además de los ojales, pero apenas fijó la vista, empezó a dolerle la cabeza. Soltó el vestido. Le dio pan a la cotorra y maíz a las gallinas. Escogió el arroz y lo puso al fogón. Hacía tiempo que cocinaba lo mismo: arroz, frijoles, huevos, alguna ensalada… Antes venían el hijo y la nuera y solía matar alguna gallina, pero ahora estaban lejos, y las cartas eran cada vez más espaciadas. Felicia se bañó, preparó la mesa y fue al baño viejo, ya estaba la comida, tocó a la puerta con suavidad, se le iba a enfriar, temiendo una negativa. No era rencorosa y había olvidado el asunto de los tomates de la placita. Volvió a tocar más fuerte, ¿no pensaba bañarse hoy tampoco?
—Noooo.
Le irritaba que su mujer le pusiera el tampoco a todas las preguntas: ¿acaso no se había bañado ayer…? Pero inmediatamente sintió remordimientos: no era culpa suya si no lo comprendía, día y noche prendida a la máquina de coser para vivir un poco más holgado y tener los cuatro pesos, bastante trabajo que le costó hacerse del título ese de María Teresa No sé qué, donde había que aprender un mundo de costura, de hombre y de mujer, y hacer bordados e incrustaciones. Todo eso sin que jamás hubiera leído un buen libro, ni disfrutado una buena obra de arte. A lo mejor lograba escribir algo, y acaso ella cambiaría. Sería más amable y le cuidaría la tranquilidad, atajándole los ruidos, las malas noticias, preocupada para que no le faltase el café sobre el escritorio. Bernabé apagó el tabaco contra el suelo. El local ya estaba iluminado: cajas, cajones, una mesa vieja, un canapé… Hacía tiempo había fabricado un baño nuevo, y desde entonces éste absorbía lo que iba sobrando en las demás habitaciones. No era un buen sitio para escribir, de la calle llegaban ruidos de motores y hacía calor, pero no tenía alternativas. Ya era tarde para aspirar a un sitio ventilado, en la punta de una loma, con las montañas al fondo: horizonte azul y lejano… Bernabé se incorporó. Le dolía un poco la cintura y sudaba copiosamente. Abrió la puerta y fue hasta su cuarto. Buscó ropa limpia, se bañó, se afeitó. Felicia no aparecía y tuvo que ir a los calderos. Comió abundante, tomó café, y cayó de sopetón en la cama, ni siquiera advirtió a su mujer. Se sentía agotado como si hubiera hecho un gran esfuerzo. Durmió bien, sin sueños ni pesadillas, y despertó de madrugada con los primeros cantos del gallo. Hizo café, desayunó, y preparó su local: había encontrado una mesita donde apoyar, y un viejo banco de madera, pero había demasiado enredo en su cabeza. Tenía un rollo enorme de hilos diferentes que se mezclaban y se confundían entre sí. El problema era extraer un solo tipo de hilo sin dejar nada en el rollo. Cada historia era un hilo. Era preciso hallar un hilo corto, una historia sencilla, una bonita historia de amor: Bernabé recordaba a Leonides, aquella muchachita de trenzas rubias que un día desapareció de su vida, dejándole la infancia hueca y desolada, pero el niño aquel ya estaba ausente, diseminado en toda su vejez. Podía escribir la historia de él y de Felicia, de cómo se conocieron en aquel baile, y las leguas que tenía que recorrer para ir a visitarla los domingos. Era un recuerdo hermoso y tierno, pero Bernabé pensó en esta Felicia de ahora, desarreglada y gruñona, y se le esfumó la inspiración. De Sergito no quería escribir. No valía la pena. Se preguntaba si realmente su hijo había existido o era una invención que prefería olvidar. El resto de su vida era una caja vacía. Los eventos más cruciales acaso daban para una composición: la vez que lo tumbó la yegua, la vez que lo mordió la yegua, la vez que lo pateó la yegua… Había otros pasajes que Bernabé iba desechando y retomando —él y el río, él y el campo, él y la gente—, hasta que cayó en el tema de la creación, este meollo de sí mismo que también era importante. Sí, la creación. Bernabé se felicitó por la idea. Ya tenía el tema: un hombre que deseaba escribir; escapar de la rutina del día a día. Su personaje podía ser un inválido, o un ciego, o un sordo mudo; pero encontró vulgar ese recurso, no tenía por qué impresionar a nadie: mejor que fuera un hombre normal, hecho y derecho, más bien maduro, o quizás viejo, eso era, viejo, un tipo experimentado y conocedor que un día descubre un buen regalo para dejarle a la humanidad. Se llamaría…
—Bernabé… —era Felicia, ¿estaba bravo con alguien…? ¿Por qué se había encerrado?
—Voy a hacer una obra, vieja.
—¿Una qué…?
—A escribir una obra.
De momento Felicia no entendió. Quién le había metido aquello en la cabeza. Quién había visto a un pobre diablo que apenas fue al colegio escribiendo obras. Pero ella lo sabía, lo presentía. En nada bueno podía parar tanta manía de leer. Siempre le había gustado la lectura, pero después de jubilarse aquello parecía ya una obsesión.
El día siguiente fue una copia al carbón del anterior. Por la tarde Felicia fue al patio y regresó con unos gajos de tilo y mejorana y los puso al fuego. Acto seguido se puso a pelar unas toronjas que envejecían en el aparador. Quizás el olor del dulce, de su dulce preferido, lo sacaría de aquella obstinación. Felicia se tomó el cocimiento, puso los cascos a hervir y se dirigió al patio, se apurara, ¿no pensaba salir de allí hoy tampoco…?
Pero Bernabé no respondió: Su personaje iba a ser sincero. No importaba si era alegre o triste, siempre que tuviera dignidad y que fuera un tipo buena gente. Se llamaría Ignacio, eso era, Ignacio. Bernabé volvió a felicitarse. Su historia empezaría directa, nada de rodeos que pudieran desviar la atención. Cogió el lápiz: Ignacio se levantó a las seis de la mañana, picado por el bichito de la creación, y empezó a escribir su primera obra maestra —alguna vez había oído decir que el arte era como un bichito. Leyó los tres renglones: no tenía por qué ser una obra maestra. Bastaba que fuera una buena obra, de gente común y corriente. Tachó lo escrito y volvió: Ignacio se levantó a las seis de la mañana, picado por el bichito de la creación…, ahora le caía mal el bichito: Ignacio se levantó a las seis de la mañana y empezó…, tampoco hacía falta la hora: Ignacio se levantó… Bernabé se detuvo: Si un hombre común de buenas a primeras se ponía a escribir, los demás insensibles pensarían que se había vuelto loco. Su familia y sus vecinos vendrían a tocar, a molestar, a tratar de hacerlo salir. Sería un bicho raro, un excéntrico, un loco.
Volvió a sonar la puerta. Era Felicia, ¡no lo iba a llamar más!

—¡Vete al diablo! —Bernabé golpeó la mesa con el puño—. Yo no estoy loco ni nada por el estilo…
¿Loco…?, Felicia tragó en seco, ¿él había dicho loco…? Volvió a llamarlo, esta vez más bajito, le dejaba el almuerzo servido.
—Okay.
Felicia dio media vuelta. Era raro aquel okay. Fue hasta su cuarto y se tiró en la cama como solía hacer por las tardes, pero sus oídos se mantenían atentos a Bernabé allá en el baño viejo. Sin lugar a dudas su marido se había vuelto loco. Cuántas gentes no se acostaban buenos y sanos, y amanecían hablando boberías. Felicia recordó a la vieja Rosa, que pasó los últimos años de su vida llamando a Bertico, aquel hijo remoto perdido en una guerra cuya causa ya casi nadie recordaba. También ellos habían perdido a Sergito, era casi lo mismo. Su hijo no era más que una porción del escaparate que crecía lentamente, con cada postal de Navidad.
Por fin logró conciliar el sueño y durmió mucho más de lo habitual. Se levantó animada, dispuesta a los mismos quehaceres cuando de pronto se acordó de Bernabé y se precipitó hacia el baño viejo tratando de recordar si aquella historia era verdad o la había soñado. El baño continuaba hermético.
—Bernabé…
Nadie respondió.
—Berna, ¿me oyes?
—Sí…
Pero Felicia no halló qué responderle. Siempre había resuelto sus problemas dándole a la máquina de coser, como si el pedaleo le ayudara a pensar, pero esta vez era distinto y se sentía aturdida. De repente adquirió conciencia del tiempo que había transcurrido sin que mediara una caricia, un elogio, alguna frase amable. Tenía que hacer algo, y rápido si quería que el pobre tuviera chance de recuperarse, pero en ese momento tocaron a la puerta, la mujer del vestido seguramente, a qué hora, todavía no lo había terminado, lo sentía, había estado enferma, viniera el jueves a ver, iba a tratar…, Felicia abrió la puerta. No era la mujer del vestido. Era María Julia: ésta era la tela que le había dicho, viera, se fijara qué le parecía para el juego de pantalón. Muy buena, entrara, qué le iba a hacer, no había más remedio, cintura cincuenta y ocho, busto sesenta y cuatro, quién la mandó a hacerse costurera, toda la vida tras la máquina, acomodando a la gente, espalda veinte, sin vacaciones ni fines de semana, y con un millón de compromisos, talle cuarenta y cinco, ancho de sisa veintidós, ya estaba, viniera dentro de una semana a entallarse, ella le avisaría, hasta luego… Felicia cerró la puerta y regresó a la cocina, le echó azúcar al dulce de toronjas, puso el fogón a fuego lento y siguió para el cuarto: ahí estaba el libraco que Bernabé nunca acababa de leer, con el gordo y el flaco montados a caballo. Felicia tomó el libro y lo sumergió en el fondo del escaparate, detrás del maletín y de las viejas fotos de familia. Ya había tomado una determinación. Daniel lo ayudaría. Era un buen sobrino. Lo sacaría de allí de la misma forma que lo llevaba al médico cada vez que se negaba. Felicia se sentía ahora más tranquila. Se arregló en un dos por tres, con ademanes resueltos. Antes de irse volvió al baño, iba a salir un momento, así aprovechaba la tranquilidad.
—Okay.
Bernabé había sentido el olor de la toronja. Un olor codificado en su memoria, y se remontó a su infancia, a su Leonides, a aquellos días de Navidad bajo la sombra de un caimito… Ahora la vida parecía más difícil, más agitada, más falsa. Los niños no jugaban a la Rueda-rueda ni le pedían la bendición a los mayores, la gente apenas se daba los buenos días… Bernabé volvió a su relato. Había logrado algunas páginas. Ya Ignacio estaba escribiendo, desarrollando su propio tema, independiente como si tuviera vida propia, pero con la diferencia de que él vivía solo, aislado, sin nadie que pudiera interrumpirlo. Tenía tranquilidad y tiempo, mucho tiempo, todo el tiempo del mundo. Bernabé sonrió satisfecho de Ignacio, que escribiría lo que él mismo era incapaz de producir. El final no importaba, llegaría solo, por su propio peso. La historia misma derivaría hacia su final. El personaje de Ignacio era un viejo que se había encerrado como si fuera a escribir… ¿Encerrado…? Bernabé frunció el ceño, pero se calmó: no era lo mismo, él saldría, él estaba allí para salir, para volar, para realizarse a sí mismo. ¿A sí mismo…? ¿Él se estaba realizando o lo estaban realizando…? ¿Acaso a él también lo estaban escribiendo? Bernabé recorrió otra vez toda la historia: allí estaba Ignacio, incansable, Ignacio escribiendo, el personaje de Ignacio, encerrado, encerrado. Fue a comenzar de nuevo, buscando una salida al laberinto. Vagamente escuchó la voz de su sobrino: qué le pasaba, abriera la puerta, Bernabé no se movió, aferrado a la historia, a su tema, a su desenlace, por favor abriera la puerta, no podía resistir la tentación de conocer el final, abriera la puerta, sentía necesidad de conocerlo, de verse en él y de salvarse.

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