Capítulo uno
Carrasco supo que moriría esa noche. Lo comprendió por la baladronada del gorrión. El pajarillo, por lo regular gritón, temeroso y vulgar, voló resuelto hasta su rodilla. Se posó como si hubiera arribado a su propio nido. Con el pecho inflado como un militar engreído, caminó por el muslo del hombre hasta la altura de la ingle. Se detuvo desafiante, lo miró con desfachatez, estiró el cuello elástico y con un movimiento fulminante, le arrebató, sin más preámbulos, el pedazo de pan que tenía en la mano.
No tuvo el avecita siquiera la cortesía de marcharse después del asalto. En un reto sin igual, una temeridad insospechada, se quedó picoteando el mendrugo sobre las piernas del anciano. Parecía no percatarse de que en aquel cuerpo había sangre, pálpitos, recuerdos.
Era una tarde lenta, aplomada, sin nada que la distinguiera de las tardes anteriores. Un airecillo desganado apenas si movía las hojas de los árboles. El sol, a media asta, nimbaba con un dorado tenue los tejados lejanos. La morosidad del crepúsculo hacía creer que no anochecería nunca. Todo ocurría como sin deseos. La ciudad vieja parecía bostezar de aburrimiento, y en cada uno de sus bostezos, largos, cálidos, perezosos, se abrían los portones de los edificios, las verjas de hierro de los atrios, la puertas de las ciudadelas, y de los interiores brotaba gente macilenta, cansina que marchaba como desorientada hacia ningún destino.
El viejo se había sentado en el banco de siempre a hojear el periódico de siempre, con las noticias de siempre, las fotos de siempre, en el parque de siempre, frente al flamboyán de siempre. No esperaba nada ni a nadie. No habría sorpresas. Su expediente de hombre había volteado la última página. Iba allí a vencer el tedio del ocio prolongado, de la incuria impuesta por el tiempo, y a vencerlo en un pulso cada vez más desventajoso, desleal y turbio. La vacuidad había inundado su existencia.
Quizás esperaba la muerte sin apuro porque ya no tenía otra cosa que esperar, y fue que al pájaro le dio por desprenderse de una rama, planear directamente hasta su rodilla, mirarlo con la mayor de las displicencias, despojarlo del pan, y quedarse allí comiéndolo como para demostrarle al viejo que había llegado la hora en que no le importaba a nadie.
El viejo no hizo el menor intento de espantarlo. Le permitió que saciara su glotonería. Se convirtió en la estatua que sabía nunca erigirían a su pobre vida. Sintió sobre su rostro la pátina verdosa que la intemperie deposita sobre los bustos de las plazas. Vio su osamenta tomar el hieratismo de los mármoles esculpidos en poses heroicas. Imaginó que había sido colocado en bronce sobre un zócalo de piedra en aquel mismo parque al que acudía desde que se quedó sin deberes, y que una bandera cubana, estampada en un bajorrelieve dorado, detenía su ondear metálico para recordar que él había luchado por ella. Una inscripción de letras góticas reseñaba su nombre y su apellido y los niños le llevaban flores en el día y el mes de cada año que indicaba la tarja y oían a uno de sus hijos hablar con orgullo de aquel señor de la escultura.
Sonrió con sorna. La historia siempre le había parecido un sitio propicio para las mentiras, las exageraciones, los olvidos. Una trama enhebrada por los encumbrados de turno y que siempre aspiraban a que la creyeran sin objeciones.
Tenía su propia historia. Pero la mantenía en secreto para que no lo tildaran de vanidoso, o tal vez, porque más tarde creyera que había sido en balde ser parte de ella, e interpretó el acto del gorrión como un homenaje a la oscura existencia que el destino y los hombres le habían asignado. Lo dejó que comiera sin susto y sin apremios.
Su error fue querer acariciarlo. Las alas sólo pueden ser tocadas por los elegidos. Y el viejo quizás no lo era. Apenas levantó tierna, lentamente la mano, el ave, como un alma esquiva, ladeó la cabeza, desde su ojo negrísimo y redondo lo observó con desprecio, sacudió sus plumas en un gesto de arrogancia, defecó plácidamente sobre el pantalón de Carrasco, y emprendió el vuelo sin agradecimientos ni despedidas.
─Las estatuas terminan siempre cagadas por los pájaros. Murmuró el viejo y se limpió con un pañuelo percudido.
Las migajas de pan junto a la mierda del gorrión dejaron una mancha húmeda, pegajosa sobre la tela del pantalón que ya no sería necesario volver a lavar para nadie. La mancha era una suerte de mapa desvaído en el que las latitudes se enmarañaban en un dédalo imposible de desentrañar. Era la ruta absurda hacia la nada, pensó Carrasco al comprender que el enrevesado trazo de las heces no tenía ningún sentido en particular.
Carrasco decidió regresar a casa y empezar los preparativos para la muerte. Estaba persuadido de que la cagada del gorrión no podía tener otro significado. A él las cosas le ocurrían siempre al revés. Si lo hubiera cagado un aura tiñosa, señal de mala suerte para todos los cubanos, lo habría interpretado como un buen augurio. Pero aquello que para todos era un símbolo de buenaventura para él no podía ser más que una adversa noticia.
En la esquina unos depósitos de basura se habían desbordado. Los camiones recolectores de deshechos públicos llevaban varios días sin pasar por el barrio. Falta de combustible, decían. Entre cáscaras de frutas, zapatos aún olorosos a pisadas, inmundicias de todas las calañas, lidiaban dos ratas enormes por un trozo de pizza casera. Las moscas eran un ejército enfurecido atacando, devorando, sobrevolando los detritus. El viejo las miró, ya sin repugnancia, y pensó que él se iría y quedarían los pájaros cagando, las ratas batallando entre los desperdicios, las moscas zumbando, los hombres caminando hacia la nada y el olvido.
¡Ay! Como me gustaría encontrar algún día esta novela en una librería...
ResponderEliminarUn cuento lleno de sabiduria...
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