(Novela inédita)
Capitulo cinco.
Capitulo cinco.
Carrasco había enfilado calle arriba con el sol a la espalda. Delante de él un gemelo penumbroso y sin rasgos le nacía de sus pisadas y se arrastraba por la acera como otro Carrasco hecho de brumas. Se entretuvo tratando de adivinar dónde estaban los ojos, la nariz, la boca de aquel espectro tembloroso como una gelatina, y comprendió que era la nada y que la nada no mira, no besa, no respira. Se preguntó si podría sobrepasarlo en una carrera sorpresiva, si podría separarse de él para que no lo siguiera a todas partes. Con esa puerilidad que regresa con los años gastados, creyó adivinar que la vida es sólo eso: un anciano con el sol a la espalda que por delante arroja únicamente una sombra inasible.
A poco de andar, estuvo a punto de zambullirse en los albañales que emanaban a borbotones de una cloaca. Era un agua negra y pestilente que discurría lenta, asfixiante hacia los zapatos, las narices, la vida de la gente. Se vio obligado a un largo rodeo antes de subir nuevamente a la acera. Entre grumos fecales y orines añejos se deslizaban viejas cartas de amores olvidados, papeles que una vez envolvieron bombones, restos de comida putrefacta, trozos de periódicos.
Un edificio en ruinas acogía a unos jóvenes brillantes de sudor que rescataban ladrillos retostados por los soles y el tiempo. Los despegaban cuidadosamente de los muros en ruina para que no se deshicieran antes de ser usados en construcciones emergentes y clandestinas. Los colocaban sobre un vagón rústico fabricado de maderas basta y rolletes de rodadura abandonados y luego tiraban del aquel armatoste como mulos de carga que resoplaban hincando los pies en la acera rugosa. Carrasco miró tanta fuerza, vitalidad, juventud y pensó que sólo eso hacía falta para reconstruir un nuevo mundo a partir de las ruinas.
Llegó a la calle Galiano, desparramando colores de neón sobre el asfalto resplandeciente, parecía un cuento infantil lleno de maravillas. Se vio subiendo y bajando alegremente por las escaleras mecánicas del Ten Cent, saboreando un barquillo de helado, acompañando a su madre que rebuscaba entre los percheros la blusa de su agrado.
La calle San Rafael, bullendo de escaparates de cristal donde los maniquíes parecían saludar al transeúnte, era un muestrario de frivolidades y golosinas. El Encanto, famosísimo centro de ventas por departamentos, a donde la gente acudía por centenares, más a recrearse que a comprar, aún no se había incendiado. El aire acondicionado de la tienda Fin de Siglo todavía era un alivio en la canícula caribeña y el cine Rex, bellísimo edifico art decó, todavía proyectaba películas donde Humphrey Bogart era el detective Marlowe.
La calle Belascoaín, como un río de automóviles fluyendo hacia Malecón, bullía de mujeres que balanceaban su elegancia sobre altos tacones mientras iban a sus oficinas y todavía se ruborizaban cuando un hombre las lisonjeaba o las miraba con algo de impudor.
La voz de Benny Moré que brotaba de todas las victrolas instaladas en los bares, todavía recordaba que Santa Isabel de las Lajas era su rincón querido y que había descubierto la felicidad cuando llegó a Varadero y que le gustaba ver cómo bajaba del monte el río Hanabanilla.
Carrasco levantó la memoria de los escombros, y siguió camino hacia su casa. Le laceraba la comparación de La Habana del recuerdo con La Habana que ahora se le aparecía como la ruina de una novia hermosa a la que había amado mucho, aún amaba mucho. No quería mortificarse. El pasado era para él como un montón de cenizas una vez apagada la fogata. Era conciente de que todo había fluido, escapado, que nada podía salvarse del tiempo ido. Le quedaban quizás pocas horas, y no las gastaría en recapitulaciones inútiles. Nunca fue hombre de mirar hacia atrás, de lamentarse por lo perdido. Creía haber consumido su cuota de alborozos y sufrimientos.
La presidenta del Comité de Defensa de la Revolución lo saludó a la entrada del edificio cuando lo vio rumbo al ascensor.
-Por la escalera, Carrasco, que se fue la corriente.
Un lejano, desvaído, olvidado sentimiento de rebelión le anduvo por las tripas. Tuvo deseos de gritar, de dejar escapar de su pecho todo el cúmulo de agonías cotidianas que había guardado por años y que le emponzoñaban las entrañas, pero pensó que había soportado tanto que ya no tenía sentido molestarse. Se sentó en el primer peldaño, y farfulló para nadie:
-Que la muerte espere o que venga a buscarme aquí mismo.
Como siempre, me he quedado con ganas de leer más y más...
ResponderEliminarSaludos.
Hermoso relato Manuel...
ResponderEliminar¡Ya estoy de vuelta!
ResponderEliminarGracias por la cena en el pretil.
Feliz de saber que estés vivo, junto a la familia
y con excelente tinta en el tintero.
Un abrazo.
Pionera, por Dios, por dónde andabas, por dónde andas.
ResponderEliminarun abrazo
En la ciudad del pecado(Las Vegas)aquí va mi correo yenimagarcia@gmail.com y ponemos al día 20 años de ausencia
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