Delicioso edén
(Novela inédita)
Capitulo siete.
─¿Qué es eso de los Derechos Humanos?
─Algo en lo que creo.
─¿Podrías explicarme?
─Bueno, en primer lugar, yo no pertenezco a ningún grupo de Derechos Humanos. Soy Periodista Independiente.
─¿No es lo mismo?
─No.
─Yo creía.
─Eso le pasa a todo el mundo.
─Mi mundo es otro, Camila, discúlpame. Aquí nunca se habla de eso. No hay información.
─Por eso decidí ser periodista.
─Pero eso es muy peligroso, y no da dinero.
─No todo es el dinero, Cristina, además, la vida es peligrosa.
─Dímelo a mí.
─¿Entonces?
─Nada.
Guardan silencio. Llevaban una semana sin verse. Parecen no tener más que decirse. Pero ambas están pensando en la infancia. Úrsula las llama desde el portón del solar. La calle Jesús María, en el barrio San Isidro, es un hervidero. Una turba enardecida, desenfrenada, vociferante va rumbo a la Calle Inquisidor. Se detiene frente a una casa de alto puntal y medios puntos de colores. Una andanada de huevos que previamente habían sido inyectados con sustancias de colores, choca contra la fachada y las puertas de la residencia. Llueven piedras, vegetales, bolsas de basura contra las paredes. La policía desde la esquina observa impasible el espectáculo. El vocerío sobrepasa las consignas, los vituperios, llega a las obscenidades. Un ambiente caldeado gravita sobre el gentío. Hay como una furia primitiva desatada. Van a la caja de interruptores de la electricidad y desconectan la corriente. Van al registro de agua y cierran el grifo de paso. Los rostros se descomponen en muecas de odio. Un frenesí incontenible inunda la muchedumbre. Quieren que los habitantes de la casa, escoria inmunda, mueran de sed, de oscuridad, de susto.
─Cristina, Camila. Grita Úrsula.
Las niñas juegan. Saltan de alborozo. Imitan a los adultos en su frenesí.
─La Embajada de Perú
se parece a Cayo Cruz.
─Que se vayan, que se vayan.
─Cristina, Camila, carajo. Grita Úrsula y sale con una chancleta plástica en la mano.
Las niñas se dan cuenta de la amenaza que se cierne sobre ellas y corren en dirección a su madre que enarbola la chancleta. Una por la derecha y otra por la izquierda evaden a Ursula, atraviesan el muro de curiosos que se agolpa en el portón y se internan en el solar. El escándalo les llega asordinado, ininteligible. La madre regresa. Cierra la puerta del cuarto. El vocerío de la muchedumbre que sitia la casa de alto puntal y medios puntos de colores, se escucha ahora como un lejano rumor. Para Cristina y Camila ha terminado la función.
─Papá nunca fue una escoria. Dice Camila como regresando del embeleso.
─Pero era lo que había que decir.
─Yo nunca lo dije.
─Nunca has sabido vivir.
─Querrás decir, fingir.
─La única manera de vivir en este país es fingiendo.
─Yo vivo.
─¿Le llamas vida a ese susto de estar siempre al borde de caer presa?
─¿No vives tú asustada?
─Mientras tenga dólares no caigo presa. Aquí la policía vale poco. Negocio con ellos. Necesitan vivir también.
Volvieron al mutismo. Una distancia inexplicable las separó. Siempre les ocurría lo mismo. Pasaban tiempo sin verse. Se añoraban en la lejanía. Pero al encontrarse, apenas si podían comunicarse. No sabían cómo tanto amor se sostenía sin un diálogo fluido. Camila pensaba que Cristina era excesivamente pragmática. Cristina opinaba que Camila era demasiado utópica. Sin embargo, verlas era gozar una visión duplicada. El mismo pelo rizado y rebelde. Las mismas caderas desafiantes. La misma brevísima cintura. La misma voz dulce, modulada, provocativa brotando de unos labios de humedad seductora. La misma emanación de sensualidad hipnotizante. No eran gemelas. Cristina un año mayor, y quizás, las nalgas mas frondosas. Cristina antropóloga; Camila “conflictiva” no alcanzó la universidad.
─Es extraño, no tengo la imagen de papá en esa época. Dijo, al fin, Camila.
─Yo tampoco. Respondió Cristina.
─Éramos muy pequeñas.
─No volvimos a saber de él. Cuando llegaron fotos ya era un gordo desconocido.
─Dice mamá que fueron días angustiosos.
─No recuerdo.
Silencio otra vez. La mente hurgando el pasado. El pensamiento discurriendo por vericuetos en tinieblas. Dos niñas sin salir del estrecho cuarto de una ciudadela en la calle Jesús María. Días de aburrimiento y de clausura. Cuchicheo de las vecinas que venían a hablar con Úrsula. Úrsula alerta a los comentarios del solar, de la cuadra, del barrio desde que le trajeron la noticia de que su ex marido, el padre de Cristina y Camila, también esperaba por los barcos que estaban llegando a Puerto Mariel. Úrsula temiendo que, sin comerla ni beberla, les otorgaran el título de “escoria” y les brindaran un estruendoso mitin de repudio a ellas también. No se atrevía siquiera a recordar que había amado a aquel hombre. Les prohibió a las niñas que hablaran de él, que dijeran que era su padre. Escondió las fotos de la boda. No permitió que las niñas fueran a casa de la abuela paterna. El miedo se instaló entre ellas como un habitante más. El miedo, con mucho miedo, velaba que no hubiera nadie en el patio interior del solar para darse una escapada al baño colectivo, orinarse de miedo, y volver al cuarto para avisarles a las niñas que ya podían ir a bañarse, que no había nadie afuera, que todos habían ido a una “marcha del pueblo combatiente”, que aprovecharan también para hacer pipi y caquita, que la cosa no estaba para estar afuera.
─¿Quién es ese Samuel con que andas siempre, te lo estás “echando”?
─No, Cristy. Me lo “echaría”, como tú dices, de muy buena gana, pero él me mira como un padre. Es un tipo fabuloso. Inteligentísimo. Un sentido del humor muy agudo, una cultura como una montaña y escribe como un ángel. Uno de esos “tembas” que te hubiera gustado conocer cuando no tenía compromisos. Pero no. Lo veo como el maestro que no tuve nunca.
─¿El fue quien te metió en esa jodienda de periodista independiente?
─Me metí yo misma, pero sí, él es el jefe.
─¿Cómo lo conociste?
─Ven acá, mijita, ¿tu eres del G-2?
Y ríen por primera vez y Camila se va a los recuerdos. Había ido a visitar a su abuela en la calle Tacón. Venía bordeando el Palacio del Segundo Cabo y al cruzar sobre los adoquines para resguardarse del sol en los soportales del Palacio de los Capitanes Generales, escuchó una voz desconocida que dijo a sus espaldas:
─Con esa cola le ganas a la bodega cuando llega el pan, mijita.
Y la risa de los libreros que ocupaban ambas aceras de la calle se explayó por la Plaza de Armas y Camila sintió que todos los ojos se le pegaban justo allí donde su jeans marcaba una curvatura suculenta y vibrátil. Pensó que se trataba de Rubén, el arquitecto, el amigo ex novio de Cristina que se había metido a librero y se pasaba la vida piropeándole el culo, cuando ella venía a su venduta para proponerle ediciones de Vargas Llosa y Milán Kundera que no circulaban en el país. Buscó con la mirada. Precisamente la voz había salido del sitio donde estaba Rubén, pero era de un desconocido que conversaba con el arquitecto. Para salir del embarazo, Camila, fue hasta donde ellos y con una seriedad fingida:
─¿Quién es este graciosito, Rubén?
─Un amigo periodista.
─El susto es mío: Samuel. Y le extendió la mano a Camila.
Esperaremos (im)pacientemente el libro...
ResponderEliminarGRACIAS!
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