Capítulo dos
Soñó que estaba volando. Una fuerza interior que no conocía la levantó de la calle, la lanzó por los aires, la hizo creerse fuera de peligro. Sentirse ingrávida, sin peso le proporcionó un estado de liberación que no había gozado nunca.
Huía de algo desconocido que la perseguía, la acorralaba, la llenaba de pavor. Iba a gritar, pedir socorro, clamar por alguien que la auxiliara, la rescatara de aquel desasosiego insostenible.
Era como un aliento caliente, húmedo, pestilente que la acosaba. Un punzante sentimiento de soledad, de extravío le presionaba el pecho, la garganta, los ojos.
Las piernas no le respondían. Querría correr pero una pesadez de siglos empozados en sus músculos se lo impedía. Quería gritar pero una asfixia densa, congelante le atenazaba la garganta.
Se sorprendió extraviada para siempre. Tragada por el olvido. Hundida en un mar de plomo derretido. Sumida en un dédalo insondable.
De repente, sin saber de dónde, le nació aquella fuerza desconocida que desató toda su voluntad y se vio sobrevolando por sobre la ciudad con la levedad de un gorrión.
Era entonces la ligereza y la alegría. El estado opresivo que la invadía desapareció como espantado por un raro sortilegio. Regresó a un estado de gracia, de inocencia que no recordaba disfrutar desde la infancia. La embargó una plácida sensación de felicidad.
La Habana comenzó a discurrir bajo su cuerpo, que no era cuerpo si no una maza volátil que escapaba, una emanación conciente que se trasladaba sin brújula y sin rumbo.
Allá abajo quedaba el barrio de San Isidro, donde había nacido, jugado, estudiado, crecido, amado. Veía pasar los techos de tejas rojas, acanaladas, adornadas con retoños que parecían milagros de la germinación, la humedad, la primavera.
Las palomas caseras arrullaban con una melodía celestial, mientras revoloteaban, se posaban, picoteaban invisibles semillas, gusanillos. Ella saludaba, conversaba con las palomas como una más de ellas.
El sol reverberaba en los adoquines de las plazas donde de niña esparció su algarabía descalza y de rebeldes rizos desgreñados, donde contempló los amaneceres de una ciudad que envejecía, se desconchaba, se venía abajo irremediablemente, donde esperó las penumbras de las noches tropicales para estrenar sus primeros besos de amor.
Las calles tortuosas por cuyos bordillos se deslizaban aguas negras que recordaba desde siempre, parecían un encaje caprichoso bordado sin más encanto que el ritmo de sus curvas y angosturas.
Los espigones del puerto desolado mostraban unas grúas inertes y unos buques como muertos, olvidados de los mares, los delfines, las tormentas.
La Alameda de Paula, con sus árboles raquíticos, deshojados, carcomidos por el sol y el salitre simulaba una larga cicatriz al borde de la bahía.
El Cristo de Casa Blanca, las manos como en un abrazo eternamente ofrecido, se le antojó un refugio apetecible. Se posó sobre los hombros de piedra y sintió bajo sus pies la seguridad que sólo brinda estar acogido por Dios.
El faro del Morro, secular símbolo fálico enhiesto a la entrada del bolsón de la bahía, y la fortaleza de San Carlos de la Cabaña con sus fosos, puentes levadizos y su verdes prados de yerbas cálidas, fragantes, le parecieron el mejor lugar del mundo para contemplar una puesta de sol.
Volaba. Se evadía. No tenía certeza de qué escapaba. Pero huía. Abajo había quedado el estado de ahogo, de encierro, de falta de caminos y ausencia de fuerzas.
Abajo había quedado la bestia acechante de aliento fétido, caliente. Abajo había quedado el mar de plomo derretido que no le permitía moverse.
Volaba. Huía. Pero no sabía hacia dónde, por qué, para qué. Sólo La Habana, abajo, le parecía su destino, sólo esa impotencia irrestricta frente a todo le parecía su porvenir, sólo la incuria, el desaliento le parecían sus armas.
Volaba. Huía. Pero comprendía que había de volver, que allí se le quedaba algo, se quedaba ella misma enredada en la oscura tela de araña de sus azares.
No quería despertar. Agradecía a su subconsciente ese marasmo de alucinaciones oníricas en que flotaba. No quería despertar, sentirse de nuevo acosada, asfixiada, desfallecida, pero un empuje contradictorio la lanzaba a buscar el retorno sin que pudiera evitarlo.
Soñó que estaba volando. Y ahora trataba de explicarse el sueño. Tenía que haber una forma de interpretar aquellos símbolos que, por sencillos, no dejaban de resultarle enrevesados.
Desde niña tuvo la impresión de que el mundo terminaba en ese muro que soportaba las embestidas del mar y a donde ella iba cada tarde a contemplar las olas que se deshacían contra las piedras negras y musgosas.
Nunca imaginó un lugar más amable que el largo malecón a donde iban las parejas a besarse, los ancianos a refrescarse, los niños a bañarse, las jineteras a rentarse.
Después de aquel mar de azules transparentes, verdes profundos, no existía nada más para ella. Su universo se cerraba en ese vaivén de aguas unas veces furioso, otras suave como una cosquilla en la piel.
Sin embargo, en su sueño, se iba de los adoquines de La Plaza de la Catedral, se escapaba de las angostas, sofocantes calles de La Habana Vieja, se marchaba del minúsculo cuarto de solar donde su madre la trajo a la vida, donde la había vivido hasta ahora.
No podía descifrarlos. Y cayó en la cuenta de que necesitaba ayuda. No pensó en psicoanalistas ni doctores. Su infancia en San Isidro había transcurrido entre toques de tambor y oráculos de caracoles. La hermenéutica pedestre de adivinadores populares había sido su brújula.
Fue a ver a aquella anciana de ojos inmemoriales que desde siempre había sido la guía de toda la vecindad. Y le contó su sueño.
─No hay que ser adivino, mi hija. Estás atrapada en tu destino, y de ese, nadie escapa. Podrás irte del barrio, de la ciudad, del país, pero de ti misma nunca podrás fugarte. Le dijo Margot mientras preparaba para investigarla con los caracoles.
Camila sintió que un escalofrío le recorría la columna vertebral. Le había subido desde las nalgas aprisionadas por el jeans hasta la hebilla metálica que sujetaba su pelo de rizos rebeldes. Fue una cosquilla rauda y voraz que la hizo mover los hombros en un gesto convulsivo, un orgasmo mínimo que la estremeció, una electricidad delicada que le irisó los bellos de todo el cuerpo y le puso los pezones en guardia.
Pero no tuvo miedo. Más bien, le sobrevino una laxitud que la aliviaba. Había pasado muchas veces por esa experiencia. Desde niña su madre la llevó a casa de Margot para que ésta le enseñara los caminos desconocidos y le adiestrara y fortaleciera los pies de andar por los misterios.
Esperó.
Margot, sentada sobre un taburete, un turbante blanco tapando la blancura de sus canas, su mazo de collares como una bufanda de destellos, las piernas ampliamente separadas como si quisiera refrescarse el alma con el aire que circulaba bajo su falda cuando se abanicaba con ella misma, lanzó la primera andanada de caracoles y comenzó a descifrar aquel reguero de símbolos donde la vida de Camila se reflejaba como en un estanque de aguas mansas y transparentes.
¡Precioso, muy descriptivo pasaje onírico!
ResponderEliminar¡¿Para cuando el libro?! :)
Saludos maestro.
Manuel, gracias.
ResponderEliminarUna historia amena como sólo puede leerse en un blog como el tuyo.