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sábado, 19 de diciembre de 2009

SABADOS DEL AYER







Esta sección debo agradecerla a mi amigo, el poeta Manuel Sosa, que tuvo la gentileza de, mientras yo estaba en una cárcel de Cuba, él iba leyendo mis textos y los guardaba. A mi llegada a Estados Unidos, el poeta, desde Atlanta, me hizo llegar un CD-R con el archivo completo.


Ni cantar ni comer frutas




Por Manuel Vázquez Portal
Grupo de Trabajo Decoro






LA HABANA, mayo 24, 2001. www.Cubanet.org- Nada más fácil para mí, un niño campesino, que darme una hartada de mangos, derrochar guayabas, despreciar mameyes, fajarme a naranjazos con otro niño, rechazar rodajas de piña, empaparme la camisa con un trozo de melón, asaltar una mata de ciruelas, regalar unos nísperos, arrojar cáscaras de platanitos para que los transeúntes resbalaran.
Las frutas las conocía por su aroma. La piña es la reina de las fragancias. La guayaba no puede esconderse porque la delata su olor. La pomarrosa es el perfume de los ríos. El caimito es una mulata recién salida de la ducha. La fruta bomba recuerda el primer amor. El mamey es tan alto que regala sus emanaciones a las nubes y cuando lo tenemos a mano las esconde bajo su huraña cáscara. El mamoncillo es discreto, la guanábana femenina, el mango retozón.
Todos estos recuerdos me invadieron de sopetón. La ciudad hacía mucho tiempo no disfrutaba de esa perfumería natural. Después del famoso Cordón de la Habana, que arrasara con los árboles frutales, y del Contingente Che Guevara que, para la preparación de la Zafra de los Diez Millones, acabara con todas las arboledas del país, las frutas escaseaban tanto como sobraban las asambleas. Tuve que acostumbrarme a vivir sin ellas.
De repente se abrieron los mercados campesinos y empezaron a aparecer manguitos por aquí, limones por allá, piñas por otro lugar, guayabas por otro sitio. Pero verlas así, olerlas, todas juntas, vino a ocurrirme la otra tarde en el Agromercado de Egido. Había ido yo a comprarle carne a mi hijo Gabriel, alimento que también merece su croniquita porque, a decir verdad, Cuba es territorio libre de fiebre aftosa, y de ganadería también. Pero no es el tema, y después la prensa oficial puede acusarme de disgresión. El caso es que apenas entré fue como si hiciera una regresión vertiginosa a mi niñez. La máquina del tiempo fantaseada por H. G. Well nunca pudo ser tan rápida como mi memoria. Me vi, súbito, retinto de sol, tirapiedras en el bolsillo, cabalgando las ramas de un naranjo; los azahares atrayendo las abejas, mi hermanita Xiomara pidiéndome la más madura que estaba allá, en el "copollito" y yo de caballero antiguo tratando de alcanzar la fruta.

Todas las fragancias se revolvieron en mí como un torbellino de perfumes olvidados que venían a recordarme que las frutas no se habían extinguido para siempre. Allí estaban. Todas reunidas como en aquellos cestos que describiera Silvestre de Balboa en nuestro primer canto de gesta. Guanábanas con piel de dinosaurios dulces, papayas de un delicado anaranjado, piñas con su corona de esmeraldas, mameyes atildados con su chaqueta terracota, platanitos de un amarillo comestible, chirimoyas de marrón jaspeado, tamarindos como vainas de frijoles mágicos. El niño que fui retornó goloso. Las glándulas salivares se me dislocaron de tal modo que por poco tengo que salir a nado de mi propia boca. Era el ágape del paladar y los recuerdos. Pero, súbito también, volví a la realidad.
Aquellas frutas que en mi infancia se podrían en las carretillas de los vendedores o en los puestos de los chinos ahora tenían unos precios inalcanzables para cualquier bolsillo popular. Unos cartelitos trazados a mano con caligrafía torpe, erguidos como guardianes de los castillos jugosos, expresaban: Junto a la piña, 10 pesos; al lado de los mameyes, 8 pesos; sobre las guayabas, 2 pesos; entre los platanitos, 1 peso; y la aclaración en letras grandes: CADA UNO.
Mi niño se fue corriendo, iba presuroso a su rincón en la memoria. La boca se me secó. Las glándulas salivares rechinaron su disgusto. El bolsillo se me estremeció de espanto. El alma se me entristeció. Y si fuera verdad que se canta por no llorar, hubiera cantado. Pero en La Habana no se puede cantar ni comer frutas.

3 comentarios:

  1. Te entiendo perfectamente
    No voy a divagar en tus recuerdos...
    Los míos, --sin estar en exilio obligatorio-- son parecidos. Nada se compara al aroma de los productos de tu país autóctono....
    Ni la Fruta, ni los Vegetales huelen como en la Patria.
    Por eso cuando voy a Chile me voy directo a los mercados y deben creer que soy loca, al respirar el ambiente hasta que se me saltan las lágrimas...

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  2. Bienvenido mi ilustre ecobio, y tambien lo sigo. Un abrazo

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  3. Uf, aún me acuerdo una época en que era una vergüenza cobrar por una calabaza.
    ¡Qué tiempos aquellos!

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