(novela inédita)
Capítulo cuatro.
Enrique soltó el bate y corrió desmelenado hacia primera base. Había conectado una pequeña línea entre segunda y tercera. Los gritos de su equipo lo convocaban a que redoblara la velocidad. Pero él sabía que las piernas no le alcanzaban para más. Se había aplicado a fondo. No le quedaban reservas. Era el límite de lo que podía. En un esfuerzo supremo quiso adelantar más velozmente y fue cuando sintió que el suelo se le iba de debajo de los pies. Estiró el cuerpo hacia adelante y en el deslizamiento experimentó el escozor de la tierra en las palmas de sus manos. Un chasquillo seco, con sonoridad de petardo, lo puso al tanto de que la pelota lanzada desde medio campo había llegado al guante antes de que él pudiera hacer contacto con la almohadilla. La rechifla de amigos y contrincantes le avisó que estaba fuera de juego.
Quedó tendido sobre la tierra sin vigor para incorporarse. No sabía si era impotencia, rabia o vergüenza. Todo junto creyó. Impotencia porque el esfuerzo lo había dejado exánime. Rabia porque su padre, quien siempre le exigía que él fuera el mejor en todo, estaba mirando el juego, y lo volvería a recriminar con esas frases ríspidas que tanto le dolían. Vergüenza porque minutos antes de empuñar el bate había vuelto la mirada hacia el público y había descubierto a Rebeca rogándole con los ojos que no volviera a hacer el ridículo. Quería, más bien, que la tierra se lo tragara allí mismo.
Enrique comenzaría ese año sus estudios universitarios. Pero no sospechaba que su padre ya había elegido por él. No sería ingeniero, como soñaba desde niño. Sería militar. Necesitaba endurecer ese carácter ensoñador que había heredado de su madre. Fortalecer ese cuerpo de galán escuálido de películas románticas. Perder los melindres a que se había acostumbrado por ser un hijito de papá. Había llegado el momento de que aprendiera cómo se empinaba un hombre verdadero.
José Enrique, su padre, era amigo del coronel Rodolfo. Y el coronel Rodolfo había hecho todas las gestiones para que Enrique fuera a estudiar en Alemania. Ese verano en la casa de la playa del ministerio del interior se había fraguado el plan. Mientras Enrique pedaleaba en una bicicleta acuática junto a Rebeca, los padres de ambos conspiraban para que el muchacho tuviera, según ellos, un porvenir promisorio y, quién sabe, si hasta se enlazaban las familias. Rebeca sentía una irrefrenable inclinación hacia Enrique. Le gustaba a resecarle los labios y humedecerle la entrepierna. No perdía tiempo ni oportunidad para insinuársele. El coronel Rodolfo lo sabía. Pero no le preocupaba. Estaba persuadido de que a Enrique no le gustaban las mujeres. Y Rebeca aprovechaba esa circunstancia para no apartarse del joven.
─Henry, no hagas el ridículo. Dile a tu padre que no te gusta la pelota. Le había dicho Rebeca.
Y ahora tendido sobre la arena del campo de béisbol donde acababa de asegurarle una derrota a su equipo, recordaba que no había tenido valor para contradecir a José Enrique. Su padre se le imponía sin darle siquiera la oportunidad de replicar. Así había sido siempre, desde la infancia. Su padre ordenaba y él obedecía. Rebeca, sin embargo, tenía un carácter audaz y rebelde. El coronel Rodolfo se vanagloriaba de que ella había heredado su temperamento.
─Si Rebequita le gustara a tu hijo, harían una buena pareja. Le dijo a José Enrique convencido de que entre los muchachos nunca ocurriría nada.
José Enrique, rabioso internamente, simuló no captar la insinuación y respondió con el mayor de los desganos.
─Sí, se compensarían uno al otro, pero por el momento es mejor que estudien.
─Despreocúpate, hombre, ya la beca del muchacho está garantizada.
Y caminó hacía una nevera que yacía a la sombra de un cocotero que se elevaba en el patio de césped cuidadosamente cortado y regado por las manos del viejo jardinero que era a la vez cocinero y guardián de la casa, hombre de confianza porque también era veterano y mutilado de la guerra de Angola. Tomó dos botellas de cerveza helada. Le brindó una a su amigo y miró hacia el mar con rostro de satisfacción.
Rebeca y Enrique eran apenas un punto en lontananza. Se habían alejado tanto de la orilla que era imposible distinguirlos a simple vista. La bicicleta acuática se balanceaba rítmicamente con el vaivén de las pequeñas olas. Unas gaviotas sobrevolaban en círculo sobre la playa. El sol fulgía sobre el agua en un rielar de oro. Las mujeres de ambos, tendida sobre la arena se dejaban broncear lentamente por los rayos benignos del atardecer, y quizás rememoraban otros tiempos y otras playas. Los hombres chocaron las botellas y bebieron. Del mar venía una música mansa, serena, fluida.
─Siempre me has gustado, Henry. Decía Rebeca entre besos apresurados y fogosos.
El muchacho la dejaba hacer. Ella se había acaballado sobre él. Era un ardor de caricias febriles. Se había zafado el sostén del bikini y apretaba sus pechos turgentes contra el pecho de Enrique. Las pieles saladas ponían un sabor de algas en los besos. La bicicleta se bamboleaba a la deriva. Las pequeñas olas impulsadas por una brisa cadenciosa chocaban en los laterales de la bicicleta con un chasquido similar a los besos voraces de Rebeca. Enrique cerró los ojos y se dejó amar. Rebeca no era su ideal femenino pero su padre siempre le había dicho que había que hacer el papel de hombre.
Y sintió que se ahombraba. Una erección pujante comenzó a pugnar contra la tela de la trusa. Rebeca se percató inmediatamente de la sublevación que se fomentaba justo en el sitio donde las telas de ambos trajes de baño impedían la escaramuza. Con destreza desenfada desató los lazos laterales que ajustaban el bikini a sus caderas y se ofreció a Enrique y a la tarde con la naturalidad de las cosas elementales.
Enrique pensó que estaban sobrepasando los límites. Pero Rebeca era una fiera en celo. Una locomotora sin frenos. Con ambas manos tiró de la trusa del muchacho y quedó maravillada. La promesa era una realidad. Muchas veces, en sus fantasías eróticas, había intuido que Enrique estaba armado a su medida.
Los labios se le desenfrenaron. No pudo contener el deseo de acariciarlo. Enrique sintió que sus músculos se contraían y aflojaban espasmódicamente. Que el aire le sobraba en el pecho. Que los pulmones se le quejaban en suspiros gruesos, de sonoridad desacompasada.
Sin saber cómo, cuándo, se sintió arropado por Rebeca. Dentro de ella en carne y sueños. Vio un chisporrotear de luces en el horizonte. Fusilazos de azul. Relámpagos de rojos. Borbotones de verde. Se borraron las casas y los cocoteros de la costa. Se borraron los barcos de velas que se deslizaban en la lejanía. Se borró la playa, el sol, la bicicleta acuática.
Rebeca, a horcajadas sobre él, gemía de un gozo inmemorial, remoto, seminal. El navegaba en las profundidades de un disfrute sin parientes. Deseaba que nunca acabara. Añoraba la eternidad del momento prodigioso. Temía el final. El regreso a la realidad. La dicha lo aplastó. Cruzó el delirio. Traspuso lo inefable.
Una laxitud insondable se apoderó al fin de ellos y el mar volvió a tener música y contornos. Fue otra vez realidad el sol recostándose a la última pared de la tarde, la bicicleta navegando al pairo, la desnudez con sabor de algas.
─No hay mejor remedio para el verano que una cerveza congelada. Dijo el coronel Rodolfo palpándose la abultada barriga después de un largo trago a pico de botella.
─Esos muchachos se han alejado mucho. Dijo José Enrique.
─No se preocupe, hombre, no se van a ahogar. Rebeca sabe nadar.
José Enrique volvió a sentir la punzada de las insinuaciones del coronel y tuvo ganas de responderle con una grosería pero se contuvo, amordazado por sus propias dudas.
Enrique se incorporó. Recogió la gorra que había salido volando en su deslizamiento. Se sacudió con ambas manos la tierra que tenía en la camisa y el pantalón y caminó hacia la caseta donde estaban sus compañeros de juego.
“A la mierda la pelota, a la mierda papá y a la mierda Rebeca”. Dijo para sí, tomó la bolsa donde tenía sus pertenencias y se marchó sin siquiera despedirse de los muchachos del equipo. José Enrique lo alcanzó dos cuadra más arriba y se dio cuenta, cuando detuvo el auto para que montara, que el rostro fiero de su hijo despedía un brillo de violencia que no le permitiría jamás nuevas reprimendas.
Manuel, sólo vengo a contarte: Feliz Navidad y muchas cosas buenas para el 2010.
ResponderEliminarGracias, poeta, igualmente. Quiero que para que el año entrante te acmpañen buenas resonancias y mejores logros.
ResponderEliminarUn abrazo
Querido Maestro: Hoy he tenido noticias de su Blog.
ResponderEliminarEsperando y deseando que sus libros puedan publicarse algún día en España.
Desde la "Biblioteca cubana de Barbarito" le mando mis mejores deseos de paz y felicidad para estas navidades y el nuevo año.
Un abrazo.
¡Salvaje!!! Dale con la novela q me quedé picao...
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