Por Orlando Fondevila
Lloré aquel día
en que técnicas manos me forzaron
a conocer la helada luz humedecida
de mi primer enero
los sillares hoscos y en capullo
desde ya soldados al derrumbe.
Lloré aquel día
en que supe por azar que yo marchaba
por los bordes temibles
compulsivos y sediento
avaros
y fatales de la nada.
Lloré aquel día
en que un hermosos conejo desollado
impregnó sus ojos en los míos
dejando su desolación y su no-entiendo
como un eterno lastre en mi hombradía.
Lloré aquel día
en que se torció la luna en su penumbra
y una verde mirada dijo no
al primer y más puro madrigal
de mi incipiente melódica selva.
Lloré aquel día
en que mi fiel perra decidió esperarme
con su mirada fija y su pospuesto lamido
hasta la compañía definitiva.
Lloré aquel día
de pies a cabeza lloré,
lloré hasta crujir mis armazones
hasta inundar mis arrugas y mis marcas
hasta anegar mis sueños mal escritos
hasta desordenar mis acertijos
lloré
aquel terrible día en que blancos cabellos
se marcharon de mi concierto inestable
dejándome solo.
Lloré aquel día
en que supe que mis grandes edificios
no eran más que un montón inerte
de falsos ladrillos y argamasa espuria
cual contrabando de rojas fintas
en el bolsón de humo de mi alma.
Tristes los grandes llantos de mi vida
que aguardan
cual astillas de homófonos átomos
el siempre ansiado llanto de alegría,
ese que sobrevendrá
-por eso vivo-
cualquier día.
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