El sábado 27 de febrero se moría en La Habana Francisco de Oraá. Este lunes lo supe y registré en mis archivos. Sabía que había escrito sobre él, cuando valía la pena, cuando estaba vivo. Hallé esta nota apresurada escrita desde la prensa independiente cubana. Aquí la pongo como un homenaje.
La parte clara de Francisco de Oraá
Por Manuel Vázquez Portal
Grupo de Trabajo Decoro.
La Habana, febrero 6 de 1998. www.cubanet.org -Una mañana, hace ya muchos años, sobre el suave balanceo de un barco camaronero, allá en el Golfo de Guacanayabo, conocí a un hombre taciturno que parecía temeroso de cuanto le rodeaba. Francisco de Oraá me dijo llamarse. "¡Coño, usted es el poeta!"
No le agradó mi efusividad, sonrió luego socarronamente. Había perdonado mi irreverencia. Comprendió que era admiración y, quizás por bondad, quizás por ese rescoldo de vanidad que todos llevamos dentro, me permitió leer el original de "Ciudad, ciudad", el libro con que había acabado de ganar el premio Julián del Casal de la Unión de Escritores.
Mientras la embarcación hacía un recorrido de mentiritas, para que los intelectuales revolucionarios intercambiaran experiencias con los obreros revolucionarios, leí de un tirón el cuaderno de Francisco. Estoy seguro de haber farfullado algunas estupideces de elogios, que él aceptó más por cordialidad que por lo interesantes que pudieran resultarle.
Estábamos allí para la jornada anual de homenaje al poeta Manuel Navarro Luna y entre tantos vine a tropezar con este hombre ensimismado, huidizo, parco, que apenas si quería ser tomado en cuenta. Ante tanto afán de protagonismo patente en el lugar, me llamó la atención tan obstinada postura de humildad y quise saber si era cierta. Y fue por eso que me le acerqué. Pronto comprendí que su humildad era casi patológica. Conversamos con más silencios cómplices que con charlas.
A la sazón yo era ansioso, espontáneo, inexperto, pero descubrí que me encontraba frente a una de esas raras personas que lo somete todo al agudo análisis de su visión propia. Comprendí de inmediato que aquel hombre tenía un cosmología personal, que no era la de los trinadores en boga, que conversar con él no era intercambiar esquemas al uso legitimados por la conveniencia. Allí había un poeta raigal, auténtico, padecedor, azuzado por los delirios de la necesidad de comprender, acosado con las posibilidades de cognocibilidad dadas al ser humano, arrasado por las fiebres de la lucha entre la imagen imprevista y la palabra portadora de esa imagen.
Comprendí que nos unía un azaroso hilo impalpable pero cierto, la fe en lo inefable. Nos despedimos en Manzanillo, en aquel año lejano ya. Yo tenía la sensación de que lo conocía de mucho antes y a la vez de que no llegaría a conocerlo nunca. Se publicó "Ciudad, ciudad", lo releí con el sosegado entusiasmo con el que se recibe la visita de un viejo amigo, con la despaciosa fruición con que se paladea la fruta conocida.
Traté de desentrañarlo averiguando los embrujos de que se valía el sabio hechicero. Se me reveló entonces la personalidad desarraigada, el espíritu flagelado, la vorágine vital de un hombre que busca desaforadamente un amparo que sabe fuera de sus potencialidades humanas. Después vino "Hagamos una casa para todos", donde se ratificaba la maestría, donde reflexión y lirismo confluían en un todo armónico, dentro del caótico devenir de una realidad poética mucho más indagadora de la realidad objetiva que la supuesta lírica de moda anunciada como representativa de toda una generación que ya producía en plena madurez estética.
"Hagamos una casa para todos" no era la simple visión vivencial de sus años como constructor aficionado y sin otro remedio. Era una convocatoria para hallar al verdadera casa del hombre. Era otra vez el equilibrista ciego dando pisadas riesgosas sobre la cuerda floja de la existencia y la poesía. Ya para entonces yo le decía Pancho y nos encontrábamos por azar con más frecuencia. Hablábamos de la ineficaz eficacia del verso, de la inutilidad de las razones sin el respaldo del poder, ya humano, ya divino, de la relatividad de las verdades, de lo viejo del hallazgo de esa relatividad. Hablábamos de la futilidad de casi todos los argumentos, de la necesidad de la existencia de Dios, en fin, hablábamos de nuestra incertidumbre.
Un día, también por azar, dejamos de encontrarnos. Hace tanto que no tropiezo con él por las calles que imagino ha de seguir siendo aquella visión triste, ensimismada, huidiza que recuerdo, porque para suerte de la memoria he encontrado en una librería su novela "La parte oscura", que viene a ratificarme todo lo que ya pensaba sobre él.
"La parte oscura", leo, Francisco de Oraá, Colección La Novela, Editorial Letras Cubanas 1997. Capítulos enumerados anárquicamente, 109 páginas, cubierta color fresa, con una rosa negra sobre un laberinto. Leo, degusto, recuerdo, comparo. "La parte oscura" quizás no sea, en el sentido tradicional, una novela, quizás no sea un ensayo filosófico, quizás no sea un poema. Es todo ello a la vez que no deja de ser, un espectral testimonio chapaleando en ese lado ominoso de que tampoco suele hablar el hombre.
Quizás hastiado de tanta heroicidad banal, de tanto romance melifluo, de tanta vacuidad conceptual, haya querido y conseguido, Francisco de Oraá, trasponer los umbrales, acosado por sus dioses y sus demonios de ese lado intangible que es la relación del hombre con el cosmos que lo genera, manipula y engulle, para darse y dar respuesta, sentido, que no ha obtenido por otras vías.
Esa armonía convulsa, inexorable, que mimetiza, no es sino la misma en que ha sido insertado el hombre sin previa consulta. Es tal vez el pretexto para indagar en las razones y consecuencias de una existencia sin alternativas. Es tal vez el espejo frente al cual desnudarse para sin temores, sin pudores necios, descubrir la nada. "La parte oscura" es una melancólica confesión que puede resultar agresiva por lo que de común tiene a todos.
Su criterio de multiplicidad contenido en la unidad lleva directamente a una visión global de la individualidad. Todos somos uno y uno somos todo, por lo que la introspección sincera de uno refleja la interioridad de todos y esta despersonalización deja a la novela sin personajes. Fluyen por ella actitudes, conceptos, parábolas, válidos para la condición humana, más que para cierto tipo de caracterización narrativa. No existe la intención de tipificar individualidades, sino de desentrañar esencialidades típicas de esa colectividad aparente, que no es otra cosa que unidad universal. La especulación temporal deja la sensación onírica de un devenir infinito, donde sólo la necesidad cósmica cuenta. Es una recurrencia de círculos, donde la espacialidad deviene vientre germinativo, a la vez que devorativo, que responde a disposiciones indescifrables, inmutables, eternas.
Es, en suma, el retablo donde, sin voluntad, nos movemos por la parte oscura. Es una propuesta de replanteo conceptual en cuanto a la existencia y en ello alcanza Francisco de Oraá sus más hondos, vibrantes, fúlgidos registros poéticos, donde logra desbordar su más esplendorosa estirpe de fabulador, donde obtiene su más frondoso y raigal sistema conceptual, donde arroja un poco de claridad sobre la parte oscura del hombre.
Gracias por esta crónica, muy buena, se disfruta mucho, lo leí muy joven por recomendación, cuando apenas estaba en Secundaria Básica y no he olvidado su lectura, gracias entonces por esta crónica de ese magnifico poeta.
ResponderEliminarLos recuerdos son lo mejor que guardamos para saborearlos mas tarde...
ResponderEliminarQuerido amigo Manuel: Aqui te pongo un enlace por si te apetece visitar la humilde "Biblioteca cubana de Barbarito, donde siempre serás uno de los invitados de honor:
ResponderEliminarhttp://labibliotecacubanadebarbarito.blogspot.com/?spref=fb